Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Maneras considerables de culpar al lector





Palabras leídas por José M. Fernández Pequeño
en la presentación de 
El transeúnte considerable y otros relatos
,
de Ernesto G., el 2 de septiembre de 2016
Centro Cultural Español de Miami.


Todo parecía muy simple al principio. Solo se trataba de presentar un libro de cuentos titulado El transeúnte considerable y otros relatos (Editorial Silueta), que se decía escrito por Ernesto G. Ahora admito, sin embargo, que ya en aquel momento habían comenzado a manifestarse algunas señales inquietantes. Por ejemplo, la obra se divulgaba como (y cito) “el último libro de Ernesto G.”; no el más reciente, entiéndase, sino el último… ¿Se retirará el escritor después de haberlo publicado?, me pregunté. ¿Estaban tan seguros los editores de que terminaría siendo asesinado por sus lectores? En fin, todo puede ser, incluso que esta noche no estemos en una presentación sino en una despedida de duelo.

¿Y a quién estaríamos despidiendo? Como ya nada era seguro y yo carecía de una respuesta redonda para tal pregunta, me propuse interrogar al personaje central de la trama: el libro. El transeúnte considerable y otros relatos es un conjunto de ficciones breves organizadas con extrema lucidez y paciencia, depuradas línea a línea con la quisquillosa precisión del profesional que sabe cómo empeñarse, pero también cómo jugar. Estructurado en cinco secciones, el volumen comienza haciendo de la literatura su protagonista, convirtiendo el acto creador en texto, y se extiende luego hacia asuntos que son muy frecuentes en este autor, como el amor y el erotismo, la fantasía lúdica, la rutina enjuagada en alucinación surrealista, para regresar en la última parte otra vez a la metaliteratura, pero ahora recreando recursos morfológicos de las anécdotas. Algo así:

«El escritor se sentaba frente al ordenador todas las noches y escribía varias horas sin parar. Terminaba agotado y sudoroso, como si hubiera corrido todo ese tiempo detrás de algo inasible. Concluida la historia, invariablemente hacía lo mismo. Movía el cursor hacia el extremo superior derecho de la pantalla y pinchaba la X. Cuando la computadora le preguntaba “¿Quisiera guardar los cambios que ha hecho?” pinchaba siempre No y se iba feliz a la cama». (“El escritor”, p. 23).

¿Absurdo? De ningún modo, más bien inquietante. Este libro es, para comenzar, un intento de definición de la literatura desde la literatura: su naturaleza, sus funciones y disfunciones, sus pequeños o grandes rituales, sus notables mascaradas, y sobre todo, sus actores: personaje, historia, lector, narrador, crítico, etc., aunque ninguno de estos llega a ser tan cuestionado como el autor, ese mismo Ernesto G. que presentamos (o despedimos) esta noche. Son pruebas de todo esto las muchas veces en que El transeúnte considerable y otros relatos insiste sobre el motivo de la duplicación y el intercambio de identidad o de funciones entre los protagonistas del acto creativo, que en ocasiones son al mismo tiempo ellos y sus contrarios. Es prueba así mismo que el primer relato del libro sea, a modo de advertencia, “El transeúnte considerable”. Y son pruebas contundentes, además, ficciones como esta, deudora del “Axolotl” cortazariano:

«La mano en la arena buscando la sal. El discurrir del agua. Un minuto antes de estallar en asociaciones, salta un pez que brilla y te ciega. Te ciega no su brillo, te ciega no su tamaño, es la brevedad del momento lo que te ciega. Buscas un saco donde guardar tu goce, le arrancas los ojos al pez que aún no has capturado, los colocas en tus oídos. Te atacan aves multicolores, atraídas por el olor del pez que aún no está en tus manos. Te subes en una roca y te lanzas al mar. Te conviertes en pez y saltas al vacío deslumbrando con tu brillo a alguien que te observa desde la orilla». (“El pez”, p. 81).

Sería interesante estudiar la creciente frecuencia con que aparece el motivo de las escisiones y duplicaciones de caracteres en la narrativa cubana posterior a 1970. Por lo pronto, fue interrogando las que se despliegan en este libro, escudriñando en sus narradores narrados, en los veedores a su vez vistos, que pude hacer un primer y esencial descubrimiento: Ernesto G. no es el único, ni siquiera el principal autor de estos textos. Una corriente sutil y revoltosa recorre todo el libro: es Maurice Sparks. ¿Cómo pudimos pensar que ese señor, con lo punzante y cínico que es, se quedaría tan tranquilo en el primer libro publicado por Ernesto G.? Pues aquí está de nuevo, no hay dudas, y puesto en evidencia tal ocultamiento, fue fácil adivinar qué estamos haciendo realmente esta noche: Maurice Sparks ha escrito a Ernesto G. con la complicidad del transeúnte considerable y la Editorial Silueta, y todos los antes dichos han venido apandillados a escuchar cómo yo presento al indefenso lector.

Tal circunstancia, ahora revelada, permite entender por qué el libro se desarrolla en su totalidad sobre un intenso pulseo entre narración y reflexión. Mientras Ernesto G., todo él un señor muy serio y dedicado, quiere contar historias, Maurice Sparks desorganiza sus esfuerzos, reniega de los argumentos y busca a través de la meditación fermentadora un sentido para esa gesticulación que solemos llamar vida en sociedad. El resultado de ese conflicto entre narración y reflexión es un encogimiento sutil que enhebra todo el libro, guiado por un admirable sentido del detalle, que en numerosas ocasiones cruza los límites hacia la poesía. En el fondo, las piezas que forman este volumen pueden ser agrupadas en tres tipos: las que sintetizan una historia; las que plantean solo una situación inicial, a partir de la cual el lector deberá aportar su propia historia; y las que son apenas reflexiones, lo que no significa que carezcan de trama pues la reflexión es acción conceptual, del mismo modo que lo poético bien manejado dentro del texto narrativo se convierte en acción verbal. Muchas páginas de Paradiso no me dejarán mentir. Esta página tampoco:

«Esto que intentamos leer no es una historia. Es un eco. Una sombra. Es quizá el relato inconcluso de algo que hacemos lo posible por entender. Es la destrucción de un mito, el reflejo de la diana que vemos en la distancia, un objetivo común al que nadie llega. La literatura quizá sea eso. Hallar el reflejo donde encontramos lo que somos en realidad. La sombra que se torna luz, la mentira que nos muestra las verdades de las que huimos. Escribir como descubrimiento, búsqueda de significados que nos deja en la más profunda confusión. Las voces que escuchamos regresan constantemente en busca del eco del que pretendemos huir». (“Esto que intentamos leer no es una historia”, p. 12).

El transeúnte considerable y otros relatos es un libro maduro, no pocas veces brillante e ingenioso, que conjuga la pericia técnica de Ernesto G. y la forma en que Maurice Sparks hace literatura desde vida. Es, por lo mismo, un libro pérfido, un dechado del engaño y la persuasión. Si en un principio y página a página su bipolar autor se pregunta cosas tales como: ¿quién soy?, ¿no seré acaso aquel que hasta hace un momento parecía tan diferente?, ¿para qué sirve a fin de cuentas escribir literatura?, luego, con su minimalismo rampante, su desapego de las grandes historias, su aparente renuncia a las mediaciones que ofrece el sistema del narrador, su engañosa preferencia por lo leve, termina contaminándonos a todos y nos hace preguntarnos: ¿quiénes somos?, ¿no seremos acaso aquel que hasta hace un momento nos pareció un antípoda?, ¿para qué sirve a fin de cuentas leer literatura?, ¿es que tenemos la obligación de descubrirnos todos los días? No hay salida, solo esto:

«Una parte de mí decide escapar hacia algún lado desconocido, alguna tierra de nadie, alguna zona deshabitada y baldía. La otra parte de mí decide permanecer. La distancia entre esas dos partes es lo que algunos llaman el vacío». (“The Wasteland”, p. 84.) 

¿Y saben lo irónico del caso? Que al final, a cambio de tanta inquietud sin respuesta, de esas apelaciones implacables que nos condenan a volver una y otra vez sobre nosotros mismos, terminaremos dando gracias por la buena literatura a Maurice, al transeúnte considerable, y claro, también a Ernesto G.



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Ilustración: Foto de Chienfa Wong.

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