Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

lunes, 29 de agosto de 2016

¿Conoce usted al transeúnte considerable?





“Los Gilles han visto al transeúnte considerable…” 
Rimbaud le fils, Pierre Michon

Abro los ojos y ahí está, el transeúnte considerable, con gabán oscuro y barba sucia. Su figura es apenas distinguible en la neblina de la mañana. Enciende un cigarrillo, se apoya contra el muro al lado de su bicicleta. El transeúnte fuma y mira a lo lejos. Un gato gris se acerca. Se saludan. El transeúnte considerable se echa en su cama, que es un amasijo de colchas sucias debajo de un árbol. Cae una lluvia fina. El transeúnte considerable abre un libro, empieza a leer y en ese momento no estoy seguro si soy el que observa o el observado.
Ernesto G.



Centro Cultural Español, viernes 2 de septiembre, 7:30 p.m.

El pasado 11 de agosto, a la salida del Centro Cultural Español, alguien escuchó de pasada el siguiente diálogo entre presentado y presentador:

Fernández Pequeño: Oye, ¿y tú escribiste el libro solo?
Ernesto G.: ¡Pues claro! ¿Quién me iba a ayudar? ¿El gato Benjamín?
Fernández Pequeño: Bueno, no sé si te ayudó o te la puso difícil, pero yo creo que por ahí anda la mano de alguien más. Lo discutimos el día de la presentación...


Lo que soy yo, no falto


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viernes, 5 de agosto de 2016

Destinos





Los habitantes del suburbio no encontraron qué otra cosa hacer sino mirarse inquietos, ansiosos por comprobar que en efecto eran ellos y que amanecían en el mismo sitio donde se habían acostado a dormir. Lo eran, de eso podían estar al menos tan seguros como de que la noche anterior aquel puente no cruzaba sobre las naves ruinosas donde alguna vez hubo una fábrica de películas fotográficas, más allá de la última hilera de casas.

En las proximidades del mediodía, Jonas Demelis escupió una babaza ácida que le subía desde el estómago y declaró:

—Estamos bien jodidos.                                  

—Bueno, tampoco hay que tomarlo tan a la brava –intentó apaciguarlo el cojo Frandes, creído de que el viejo se quejaba porque en los últimos cuatro días solo les había alcanzado para yerba sintética–. Podríamos ir hasta la mecánica de Gabio y hablarle. Otros lunes ha resultado.

Demelis se incorporó trabajosamente, deslizando su espalda sobre la pared, y escupió otra vez hacia la calle. Desde arriba, el cojo acuclillado en la acera le trajo el recuerdo de esas cucarachas aplastadas, entre pardas y grises, que habitan en los desagües.

—Estamos jodidos, recuerda que te lo dije hoy. Nadie regala nada por gusto.

La curiosidad terminó venciendo a la desconfianza. A pesar de las advertencias emitidas por el Consejo de Gobierno para que continuaran con su rutina diaria, los habitantes de la ciudad invadieron el suburbio –primero solo algunos hombres; luego familias enteras, las mascotas incluidas– queriendo ver de cerca aquella mole. Pudieron comprobar que era un puente, en efecto, y mientras más tocaban las enormes columnas de hormigón gris y más observaban en lo alto la osadía con que las barandas metálicas bordaban el azul pálido del cielo, más aumentaba el estupor. Intuían un reto confuso, imposible de identificar en ese momento, pero cuya intensidad seguramente iría creciendo cada vez que encararan el horizonte. Y como las autoridades no daban explicación…

—Despliegue todas las fuerzas, pida el apoyo del Ejército. El suburbio deberá amanecer bajo control. Mañana es domingo y esos actos de violencia no pueden repetirse… ¿me ha entendido? Envíe copia del plan para su aprobación en cuanto esté listo.

El alcalde Nastio cerró la llamada. Intentó regresar su atención al juego de baloncesto colegial que el equipo del estado perdía por catorce puntos en la pantalla del televisor pero le fue imposible. Se volteó furioso hacia su esposa:

—Deja de mirarme así y acaba de soltar lo que te esté picando en el buche.

Ella construyó una expresión de inocencia –levantó las cejas y los hombros, proyectó los labios hacia arriba–, hasta pensó en responderle que no lo miraba por mirarlo, solo se divertía viendo el reflejo distorsionado del juego en la frente y la calva de su marido. Pero desistió de la broma. Ya tendría tiempo de usarla en una circunstancia más adecuada.

—Tienes que decidir algo. La gente quiere sentirse segura… saber que el Consejo tiene la situación agarrada por los cuernos.

—Y dime, ¿qué cuernos podemos agarrar ahora mismo? Los científicos no se explican de dónde carajo vino ese puente y el Gobierno federal anda peor. Solo saben repetir que sigamos los acontecimientos atentamente.

Con delicadeza y usando ambas manos, ella empujó hacia arriba el borde inferior de su peinado, que terminaba en un hondo bucle casi a punto de tocar los hombros. Luego tomó una fosforera y prendió una varita de incienso enhiesta en la mesa de centro.

—Bueno, tú sabes tus cosas, pero ahorita aparece un atronado incitando a la gente para poner flores en el puente o para tumbarlo, da lo mismo, y quedarás como un indeciso… Si fuera yo...

—¿Y si el puente desaparece mañana igualito que vino?

No desapareció. La imponente estructura siguió en su sitio, un poco más allá del suburbio ahora militarizado, como mirando fijamente hacia la ciudad. El clima de tensión iba traspasando el límite de lo aconsejable cuando un tuit del arquitecto Petrus Kasialis se hizo viral antes de cumplir los quince minutos. Sus nueve palabras saltaron primero de cuenta en cuenta, se desbordaron enseguida hacia el rumor, e invadieron los medios de comunicación hambrientos de primicias:

—Un puente tiene sentido si salva algún obstáculo relevante –eso decía.

Hubo un unánime suspiro de alivio. Por supuesto, sobrevolar unos edificios ruinosos ofendería la condición de cualquier puente, cuánto y más de uno como aquel. Identificado el origen del miedo, lo demás resultó fácil. A propuesta del alcalde Nastio, el Consejo de Gobierno determinó emplear los fondos reservados para catástrofes e imprevistos y sembrar un río.

Un proyecto sin dudas innovador, reconocieron los ingenieros hidráulicos, aunque amenazado por una dificultad de respetable envergadura. Si en el estado sobraban las costas y sus habitantes alardeaban de bañarse en las mejores playas de la nación, no había una mísera montaña donde pudiera nacer un río. Era la dura realidad, y no fueron pocos quienes descubrieron en ese momento lo injusta que había sido la naturaleza con la región.

Por suerte la consternación duró apenas un par de días. Duró hasta que Dicent Portand, excampeón estatal de ajedrez cuando solo tenía doce años de edad, detuvo su explicación acerca del momento adecuado para ejecutar un enroque, se mesó la barba blanca con avisada expresión de patriarca, miró directo a la cámara lo que equivale a decir directo a los ojos de cada espectador sentado frente a su televisor–, y cuestionó:

—¿Y los puentes no sirven precisamente para enfrentar los retos de la naturaleza?

También era cierto. El Consejo de Gobierno decidió construir un río artificial, al tiempo que ordenaba redactar un llamado a la población. Solo con el apoyo material y moral de todos podría la ciudad salir victoriosa en aquella ciclópea empresa. Y efectivamente, el día en que las aguas huérfanas de peces cruzaron por debajo del puente, saltando entusiastas en su camino al mar, el alcalde Nastio declaró desde el helicóptero en que sobrevolaba el histórico momento:

—Esta obra es un símbolo de la voluntad humana. Podemos sentirnos orgullosos por el presente y esperanzados en el porvenir.

Como ocurre en las borracheras profundas, la población se dejó arrastrar por la alegría, y cuando terminaron las celebraciones, cada quien quedó a solas con la duda de si no habría cometido algún exceso imposible de recordar. Una nube de inquietud se aposentó sobre la ciudad y durante días nada fue tan duro como levantar los ojos por la razón que fuera –seguir el vuelo de unas aves o calcular las probabilidades de lluvia para esa tarde, por ejemplo– y tropezar en el horizonte con un puente que cruzaba sobre el ocre fluir de un río. Un puente que no venía ni iba para algún lugar.

Esta vez la dificultad del proyecto obligó a buscar el apoyo de las autoridades federales, cuya intrincada burocracia se ocupó de que todo avanzara en la forma más lenta y engorrosa posible. Los trabajos duraron ocho años y dejaron al puente hermosamente conectado a una audaz maraña de autopistas que, apenas inauguradas, se congestionaron de vehículos apresurados por llegar a algún sitio. Ante la tela de araña atiborrada de viajeros, no quedó alma en la ciudad sin preguntarse cómo habían podido vivir tantos años indiferentes a la necesidad de aquella obra que llenaba sus vidas con una luz distinta.

—¿¡Quién!? –preguntó Riamia sentándose de un salto en la cama, y por un instante pareció referirse al hombre dormido a su lado, desnudo y bocabajo.

Kiaris fue recogiendo los mechones de pelo rubio dispersos sobre la frente de la muchacha, esperó un momento a que la intensidad del susto cediera un poco en su rostro. Por fin le tomó la barbilla:

—Tienes que levantarte, querida, hubo un accidente anoche en la 641 y parece que tu hermano estaba ahí.

Pero Riamia no reaccionaba. A la vista de las mejillas hinchadas, las dos carreteras grises corriendo en arco bajo los ojos azules y los labios resecos que se abrieron y cerraron varias veces como si intentaran recobrar algún sabor, Kiaris recordó lo que su madre le dijo alguna vez, hacía una barbaridad de años: la belleza es una ilusión.

—Ven –le dijo halándola por ambas manos–. Vamos a echarte un poco de agua en esa cara. Dos policías te están esperando en el recibidor… Por el cliente no te preocupes, yo me encargo.

Visto desde la perspectiva que da el tiempo, puede decirse que en realidad el puente conectó a la ciudad y no al revés. No solo la dotó de un símbolo a la altura de la Torre Eiffel, el Cristo de Corcovado o la Gran Muralla China. También la convirtió en un centro de atracción visitado cada mes por miles y miles de hombres de negocios, científicos, artistas de fama diversa, o simples turistas y viajeros que leían admirados en los impresos promocionales cómo una década había bastado a la región para colocarse entre las cinco de mayor crecimiento económico en toda la nación.

Ante un presente tan intenso, ¿quién necesitaba preocuparse por el futuro? Y así fue hasta que apareció el primer suicida colgando del puente, algo que en sí mismo no tenía por qué ser considerado una catástrofe; en todas partes hay gente inoportuna y amargada. Lo intrigante en ese caso, como en el de los otros ahorcados que aparecieron después, fue que ninguna de las numerosas cámaras colocadas a lo largo del puente registrara lo ocurrido, ni tampoco vieran algún movimiento sospechoso los policías que vigilaban la obra por aire y tierra, o al menos uno entre los miles de conductores que iban o venían sin pausa.

Tratando de sobrepujar el ruido del helicóptero, el capitán de la policía informó al inspector enviado por el Gobierno federal:

—La única pista sobre el suicida es un nombre escrito con tinta en el forro de su chaqueta: Jonas Demelis. Pero en el registro consta que esa persona murió hace más de cuatro años y tampoco hemos encontrado familiares o allegados suyos. Claro, la chaqueta pudo haber pertenecido antes al tal Demelis y…

Se detuvo, era obvio que el inspector no lo estaba escuchando. Miraba fijamente a través de la ventanilla, como embelesado. Por fin hizo una mueca ratonil al apuntar con los labios hacia el puente y la maraña de carreteras que se desplegaba debajo:

—¿Qué había en la zona antes de que todo eso fuera construido?

El capitán de la policía sintió un pequeño sobresalto. No porque desconociera la respuesta, pasaba de los cincuenta años y había vivido toda su vida en la ciudad, sino porque de momento le pareció que aquel hombrecito escuálido y molestoso indagaba sobre un tiempo improbable, algo semejante a cuando en la escuela de su infancia escuchaba mencionar la Edad Media o la época de Pericles. Por fin, sobreponiéndose a sí mismo y al desagrado que le causaba el inspector, respondió:

—Ahí vivía la gente del suburbio, pero eso fue hace mucho.



Ilustración: Dibujo del artista inglés Pete Amachree (fragmento).
Tomado de http://lacrudeza.blogspot.com/2012/11/el-thriller-futurista-apocaliptico-de.html



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