Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Ajeno final

Viene de la entrada anterior: Ciudades



Al apoyar el rifle sobre el muro, una punzada en la cintura le reclamó las horas que llevaba agazapado en el balcón. Vamos a lo que vinimos, quiso darse ánimo, apartar de su pensamiento todo lo que no fuera apuntar con la mayor precisión. Como había planeado tantas veces desde la noche anterior, adelantó el cañón entre las claras hojas de la madreselva y buscó colocar la perspectiva del disparo sobre el nacimiento de las cejas, pero la expresión del rostro atrapado en la mira, más indiferente que desprevenido, suspendió cualquier emoción que hubiera imaginado sentir en ese instante. Observó la figura sentada frente a la mesa, allá abajo, que se le ofrecía en una inconcebible fragmentación. El escaso y blanco cabello, los enormes espejuelos de pasta destinados a amplificar una mirada inexistente, las comisuras de los labios hundidas en una patética y hasta ahora no descubierta por élexpresión de tiburón triste, las manos muertas sobre el mantel, a la espera de que el ayudante acabara de acomodarle la comida en el plato. No encontró una relación plausible, adecuada para un momento como aquel, entre los ojos ciegos, perdidos en lo alto, y las manos que comenzaron a moverse torpemente, acarreando el alimento hasta la boca, mientras el resto de los comensales en torno a la larga mesa blanca hablaban y reían y celebraban su nombre –el Presidente esto, el Presidente aquello– como si vivieran en otra realidad, una donde los granos de arroz y los pedazos de pollo no escaparan de los dedos del anciano ni cayeran sobre la camisa blanca, la roja corbata, el saco azul. Intuyó que debía rearmar la imagen tal y como su rencor la había conservado por tantos años, y enfrentó aquella figura senil con el recuerdo de la voz agria y el condenatorio dedo índice apuntando detrás del micrófono; repasó trozos implacables de sus discursos, las fotos altivas que por décadas habían acompañado frases suyas en las primeras planas de los periódicos; regresó la imagen de Carlín tirado en la escalera, dejando ir su sangre hacia abajo, escalón por escalón; recuperó el olor a creolina de los días en la celda común, esperando que llegara la hora de la pelota para arracimarse en torno al radito de pilas y pescar la voz del narrador entre los ruidos de la onda corta. Vamos a lo que vinimos, intentó espolear otra vez su ánimo, y devolvió el centro de la mira a la frente manchada de lunares pálidos que le facilitaba allá abajo esa postura incoherente tan habitual en quienes no nacieron ciegos: el tronco encorvado y el rostro levantado hacia el techo... Y nada, no consiguió restituir una expresión despiadada al anciano que rompió a toser mientras el ayudante se apresuraba para acercar un vaso con agua a sus manos. Tampoco encontró dentro de sí restos de ira, ni siquiera ante el argumento de que aquel hombre no solo lo había expulsado alguna vez del lugar donde nació, sino que ahora venía a retarlo en esta otra ciudad. En vez del odio que supuso haría hervir su ánimo en un instante como ese, le pareció que el gatillo del rifle palpaba la yema de su dedo índice con una frialdad inexplicable, incluso absurda a la luz de la crucial decisión que él estaba obligado a tomar. A este viejo le queda una afeitada si acaso, pensó, y en una de esas seguridades absolutas que llegan no más de tres o cuatro veces durante una vida, comprendió que al contraer el dedo dispararía también contra todo lo que hasta ese momento había sido su propio mundo y, de algún modo al mismo tiempo insólito y natural, no tuvo la menor duda de que aquella ruina humana atrapada en la mira era un poco él mismo, puede que su reverso, pero alguien personal e íntimo a fin de cuentas. Disfrutó unos segundos la forma en que esa idea relajó los músculos de sus hombros y respiró profundamente el aroma de la madreselva. Una gran paz lo invadía en el momento que ap

¿Sería tan amable, estimado lector, de agregar las tres palabras que faltan para concluir esta historia? Hasta donde alcanzo a ver, tres son también las posibilidades:

a) apretó el gatillo.
b) apartó el arma.
c) Cualquier otra combinación a partir de ap… que le parezca adecuada.

Gracias.

Ilustración: The Executioner, de Margarita García Alonso.