Señalaba con decidido
entusiasmo hacia el cartel escrito en la pared, las incomprensibles letras
negras y rojas, los trazos de adusta firmeza, y mis padres reían o se miraban, según fuera el ánimo en ese instante; qué muchacho tan despierto,
comentaba a veces alguna visita.
Nos palmeábamos entusiastas,
levantábamos las pergas de cerveza medio calentona ante la pared, que nos
recibía donde la carretera de Cuabitas iba haciéndose calle, otra más de la
ciudad en momentáneo descenso, y el brillo del mensaje parecía devolvernos el
saludo desde su altura, con esa seguridad tan natural en quienes son
conscientes de su poder.
Ella celebró mi
comentario la primera vez, estoy seguro de que la segunda también, y puede que
hasta la tercera. Luego se hastió de alzar la mirada para leer, y un día en que
todo daba lo mismo dijo me voy, no soporto más. No solo abandonó la casa y la
ciudad, también se fue del país; bien lejos, donde ni vivos ni muertos pudiéramos alcanzarla.
Dejé de averiguar
qué opinaban sobre aquel mensaje la segunda vez que mis hijos fingieron no haberme
escuchado.
Ayer pregunté y tres
de los nietos sonrieron, aunque sin el entusiasmo de mis padres al principio. El
otro, el que nunca llegó a levantar los ojos de lo que veía en su celular, murmuró
en esa pared lo que hay son manchas, abuelo, va a tener que ir a un oculista. Debí reprender al mocoso como se merecía, contarle las tantas cosas del inicio; es
más, abrí la boca para hacerlo, pero en ese momento dudé si en el cartel
se usaba la palabra siempre o siembre.
No me he asomado a
comprobar.