Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

lunes, 29 de junio de 2015

Equilibrio



El trapecista se balancea pendiendo de la punta de sus pies. Quiero decir que se balancea cabeza abajo, tan recto que su postura no se ajusta a ninguna palabra humana, salvo quizás por los brazos plegados sobre el pecho. Viste de blanco perfecto: pantalón, camiseta y zapatillas, todo adecuado al balanceo que brota de una concentración sin pliegues. Es cosa de sueños, me digo por decir algo, aunque sé la posibilidad de algún límite que no se deja entender, digamos que una frontera donde las nociones se evaporan en miedo. Ambos, el trapecista y yo, intuimos eso. Sabemos que ahora mismo nos jugamos la suerte, y ansiosos ponemos alma y corazón para sostener el instante. Él, buscando que no se rompa la convicción del balanceo impecable, su bien definitivo. Yo, buscando evitar que el crudo sobresalto nos haga caer del trapecio.

Imagen: Foto tomada de http://www.advancednasalcare.com.mx/index.html

viernes, 5 de junio de 2015

Retrato de nosotros o el plural como redención



Los problemas de Sindo Pacheco (Cabaiguán, 1956) empezaron cuando de muy niño quiso ser narrador. Como no podía buscar orientación al respecto con los Tigres, sus compañeros en el equipo de pelota, que inmediatamente lo habrían expulsado de la pandilla por blandito, decidió consultar al espejo familiar. La respuesta que recibió aparece falseada en la novela Retrato de los Tigres:[1]

—Deja esa mierda, Pirolo. Eso no sirve. ¿Has visto algún escritor con dinero?
No lo habíamos visto. Ni sin dinero tampoco. En nuestro pueblo no había escritores. Ni falta que hacía. No tendrían de qué escribir. Aquí nunca pasa nada. Se cumplen todos los planes. Todo el mundo trabaja o estudia, hasta nosotros. Y de nosotros no podemos escribir. Ni siquiera eso de que no podemos escribir (130-131).

Y entonces comprendió que necesitaba aprender algunas trampas. Allá, en su natal Cabaiguán, esperaba a que los entierros llegaran hasta el Puente de los Buenos, y en cuanto el despedidor del duelo comenzaba a tirar los pecados del difunto al río, dejándolo más limpio que bolsillo de pobre, Sindo se echaba al agua para recogerlos, no importa si eran errores veniales o crímenes espantosos, y alojarlos en algún rinconcito sensible de su memoria.

A esa precoz capacidad para la trampa y el escamoteo debemos la dimensión humana que asombra en la obra narrativa del Sindo Pacheco maduro y, particularmente, en la novela Retrato de los Tigres, una tragicómica radiografía de los conflictos que dinamitaron la vida social cubana entre 1959 y 1980; esto es, la niñez, adolescencia y juventud de una generación que no hizo la revolución pero sí fue el primer conejillo de Indias de ese experimento social.

Retrato de los Tigres posee un tono arrollador, asentado sobre el habla popular cubana, que le permite fundir tiempos, espacios y mentalidades, jugar con una intertextualidad muy vasta, auténtica por su coherencia con el mundo narrado, y aunque su realismo no desdeña la nota testimonial, prefiere la reelaboración íntima del tiempo histórico. Es un tono narrativo cercano al cuento, género que el autor domina a la perfección, y si se sostiene a lo largo de toda la novela, se debe a que cada capítulo funciona como una unidad de asunto, a lo que se agrega un notable sentido del límite y una capacidad para el equilibrio y la renovación de los motivos que hace de Sindo Pacheco uno de los narradores más hábiles de su generación. Vean si no:

No podemos estar bien de la cabeza, ni de los pies tampoco, doctor. Nos ponemos las botas rusas al revés, y parecemos muñecones de carnaval caminando con las piernas abiertas; pero a veces, doctor, nos las ponemos al revés, pero no la izquierda en la derecha ni la derecha en la izquierda como debían ser unas botas al revés, doctor, sino que las acordonamos y todo con el tacón para alante, y el teniente nos tiene mala voluntad porque cuando dice de frente, march, empezamos a marchar para atrás, y la compañía completa a reírse y se resquebraja la disciplina, usted sabe cómo es el asunto ese de la disciplina, pero eso tampoco es todo, doctor, a veces nos ponemos una bota para alante y la otra para atrás, y no hacemos más que dar vueltas en el mismo sitio, doctor, cada pierna persiguiendo la otra, haciendo círculos sobre la hierba, círculos concéntricos y excéntricos, éticos peléticos pilimpimpéticos […] No queremos ser soldados, doctor, esa es la verdad, Nicolás Guillén, no sé por qué piensas tú, soldado que te odio yo, si somos la misma cosa, vea que sí, Nicolás, somos la misma cosa, somos civiles, es lo mismo, la misma cosa, tú, yo… (120-121)

Discurso original y al mismo tiempo bien articulado con el de otros narradores cubanos nacidos en los años cincuenta (en especial con los registros del novelista tunero Guillermo Vidal), teje una narración llena de ingenio y gracia para una novela de fuerte aliento trágico. Esa voz que arrastra al lector línea tras línea posee un fluir tan natural, que pronto nos preguntamos si no será un decir anterior al acto escritural, un lamento que viene desde la época reconstruida y frente al que el escritor solo funciona como médium. Igual que ocurre en tantos textos de Sindo Pacheco, Retrato de los Tigres es una novela agraciada por una feliz apariencia de espontaneidad.

Y sin embargo, hay en ella la ejecución de una depuradísima técnica, esa que permite al narrador incorporar la voz de los personajes de manera indirecta usando el pretérito de subjuntivo, o cambiar sin sobresaltos su discurso del pretérito al presente de indicativo buscando anclar ciertos hechos en la permanencia, o enhebrar discursos provenientes de fuentes como la Biblia, la literatura, la cultura popular, la política, la crónica deportiva, la narración infantil y un largo etcétera de registros, en un mestizaje discursivo que abre sutiles opciones de sentido al texto, como cuando el uso del verso martiano “la niña está sola, vamos” establece un paralelo entre los sucesos del teatro Villanueva en 1869 y los actos de repudio en la Cuba de 1980.

Esa perspicaz creación de sentidos gobierna también la estructura narrativa, nucleada en torno al leitmotiv de las visitas que los protagonistas realizan a una plaza donde antes hubo una virgen y las personas hacían ofrendas rogando por un futuro venturoso. Hacia ese futuro quiere avanzar el equipo de los Tigres en la novela, dividida en cinco partes mayormente cronológicas, que sin embargo intercalan capítulos a modo de regresos a la niñez y primera adolescencia de los protagonistas. Ese montaje articula un violento pareo entre las elaboraciones simbólicas con que los personajes imaginan su futuro y la manera en que una realidad represiva lo va torciendo. Ahí radica el meollo de una novela repleta de felices transgresiones.

La mayor de esas transgresiones se produce en la fisonomía de la voz narrativa. Retrato de los Tigres pone en acción un narrador protagonista y omnisciente que cuenta usando la primera persona del plural, algo que podría parecer técnicamente inviable. La omnisciencia proviene de un hecho que el lector solo descubre al final (y que entre nosotros ya José Soler Puig había usado en Ánima sola): el narrador está muerto y desde la muerte cuenta su historia. El uso del nosotros como pronombre narrativo empieza por ser, entonces, un recurso para rescatar la vida vivida, para evitar que esta desaparezca tras la dispersión y el dolor.

No se trata en este caso de buscar objetividad, como ocurre con el narrador-protagonista que apela a la tercera persona para hablar de sí mismo. Tampoco es un intento por hibridizar las personas narrativas y abrir el punto de vista a nuevas posibilidades, como hace Soler Puig en su novela El pan dormido. Retrato de los Tigres pluraliza la voz narrativa, dando a lo que cuenta fisonomía generacional. El narrador se apropia de cada uno de los muchachos que forman el equipo de pelota de los Tigres y los suma a su voz coral, lo que descoyunta las normas gramaticales y sintácticas para la concordancia entre sujeto y verbo. Aquí va un ejemplo:

Qué nos parecía, preguntó.
Realmente no nos parecía nada. A nadie nos pareció nada. Manet nos encogimos de hombros, Rony lo miramos extrañado:
Qué era aquello.
—Un poema. ¿No ven que es un poema?
Rony no veíamos nada. Tampoco Santiago. Ni nosotros.
—Lo escribimos anoche —volvió a decir—. ¿No se la llevaron?
Nadie nos habíamos llevado nada, es decir que no habíamos entendido nada. No había nada que entender, ni que llevarse (128).

Esa transgresión sintáctica no constituye un artilugio narrativo ansioso de novedad. Está atada al corazón conceptual de la novela: el enfrentamiento entre un grupo de jóvenes que buscan sentido de pertenencia en lo colectivo, que sueñan su libertad, y un contexto político-social organizado a partir de un falso colectivismo que convierte a los perseguidos en perseguidores, que coarta la libertad y los mejores sueños del individuo:

Fuimos alzando los brazos. Todos estábamos de acuerdo, de acuerdo con todo, los brazos eran para levantarlos, para estar de acuerdo, Marta Miriam, y para aplaudir, y tomar las armas si era preciso. Ya lo habíamos hecho muchas veces desde que nacimos, desde que crecimos, desde que estábamos en esa asamblea según la cantidad de tipos que hacía falta desenmascarar. El mundo estaba lleno de enmascarados, pero nosotros, Marta Miriam éramos eso: desenmascaradores (149).

En el acto narrativo organizado por Sindo Pacheco, dos plurales se enfrentan: el solidario de los Tigres y el falaz de un sistema político que termina separando a los protagonistas y conduciendo sus mejores energías hacia el odio, la pérdida de sentido y la muerte. Presos en la inercia, la vigilancia intransigente y el control, cada paso de los personajes en busca de la alegría tropezará con una realidad cerrada e implacable, excluyente. Dice el narrador pluralizado:

Nosotros somos unos tipos malas cabezas. Pero nadie nos preguntó nunca qué cabeza queríamos, ni siquiera sabemos quién nos puso estas que tenemos. Si encontráramos algunas mejores, seguramente ya la hubiésemos cambiado. Tal vez un día exista algún mercado de cabezas para la gente como nosotros que no está conforme con la suya. A nosotros nos gusta una cabeza más tonta que la nuestra, que sirva únicamente para saber el nombre y la dirección, para firmar cuando nos levanten algún acta, y para estar de acuerdo siempre con lo que piensan las demás cabezas (58).

Es la sempiterna historia del ser humano que defiende su derecho a ser distinto. Ha sido contada con tan natural talento, convicción humana y pericia técnica que, al terminar de leerla, pensé: «Sindo Pacheco ha escrito una excelente novela». Pero enseguida comprendí que también yo, ustedes, cada lector, teníamos derecho a ese plural solidario que los Tigres quisieron defender strike por strike sobre el terreno de juego de la vida y rectifiqué. Digo entonces: «Sindo Pacheco hemos escrito una excelente novela».




[1] Sindo Pacheco: Retrato de los Tigres. Miami, Eriginal Books, 2015. Todas las citas que aparecen en este texto se refieren a esa edición y las páginas se consignan entre paréntesis.

Ilustración: Sindo Pacheco durante la presentación de Retrato de los Tigres en Miami, mayo de 2015. Foto de Armando Añel.

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