Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Ajeno final

Viene de la entrada anterior: Ciudades



Al apoyar el rifle sobre el muro, una punzada en la cintura le reclamó las horas que llevaba agazapado en el balcón. Vamos a lo que vinimos, quiso darse ánimo, apartar de su pensamiento todo lo que no fuera apuntar con la mayor precisión. Como había planeado tantas veces desde la noche anterior, adelantó el cañón entre las claras hojas de la madreselva y buscó colocar la perspectiva del disparo sobre el nacimiento de las cejas, pero la expresión del rostro atrapado en la mira, más indiferente que desprevenido, suspendió cualquier emoción que hubiera imaginado sentir en ese instante. Observó la figura sentada frente a la mesa, allá abajo, que se le ofrecía en una inconcebible fragmentación. El escaso y blanco cabello, los enormes espejuelos de pasta destinados a amplificar una mirada inexistente, las comisuras de los labios hundidas en una patética y hasta ahora no descubierta por élexpresión de tiburón triste, las manos muertas sobre el mantel, a la espera de que el ayudante acabara de acomodarle la comida en el plato. No encontró una relación plausible, adecuada para un momento como aquel, entre los ojos ciegos, perdidos en lo alto, y las manos que comenzaron a moverse torpemente, acarreando el alimento hasta la boca, mientras el resto de los comensales en torno a la larga mesa blanca hablaban y reían y celebraban su nombre –el Presidente esto, el Presidente aquello– como si vivieran en otra realidad, una donde los granos de arroz y los pedazos de pollo no escaparan de los dedos del anciano ni cayeran sobre la camisa blanca, la roja corbata, el saco azul. Intuyó que debía rearmar la imagen tal y como su rencor la había conservado por tantos años, y enfrentó aquella figura senil con el recuerdo de la voz agria y el condenatorio dedo índice apuntando detrás del micrófono; repasó trozos implacables de sus discursos, las fotos altivas que por décadas habían acompañado frases suyas en las primeras planas de los periódicos; regresó la imagen de Carlín tirado en la escalera, dejando ir su sangre hacia abajo, escalón por escalón; recuperó el olor a creolina de los días en la celda común, esperando que llegara la hora de la pelota para arracimarse en torno al radito de pilas y pescar la voz del narrador entre los ruidos de la onda corta. Vamos a lo que vinimos, intentó espolear otra vez su ánimo, y devolvió el centro de la mira a la frente manchada de lunares pálidos que le facilitaba allá abajo esa postura incoherente tan habitual en quienes no nacieron ciegos: el tronco encorvado y el rostro levantado hacia el techo... Y nada, no consiguió restituir una expresión despiadada al anciano que rompió a toser mientras el ayudante se apresuraba para acercar un vaso con agua a sus manos. Tampoco encontró dentro de sí restos de ira, ni siquiera ante el argumento de que aquel hombre no solo lo había expulsado alguna vez del lugar donde nació, sino que ahora venía a retarlo en esta otra ciudad. En vez del odio que supuso haría hervir su ánimo en un instante como ese, le pareció que el gatillo del rifle palpaba la yema de su dedo índice con una frialdad inexplicable, incluso absurda a la luz de la crucial decisión que él estaba obligado a tomar. A este viejo le queda una afeitada si acaso, pensó, y en una de esas seguridades absolutas que llegan no más de tres o cuatro veces durante una vida, comprendió que al contraer el dedo dispararía también contra todo lo que hasta ese momento había sido su propio mundo y, de algún modo al mismo tiempo insólito y natural, no tuvo la menor duda de que aquella ruina humana atrapada en la mira era un poco él mismo, puede que su reverso, pero alguien personal e íntimo a fin de cuentas. Disfrutó unos segundos la forma en que esa idea relajó los músculos de sus hombros y respiró profundamente el aroma de la madreselva. Una gran paz lo invadía en el momento que ap

¿Sería tan amable, estimado lector, de agregar las tres palabras que faltan para concluir esta historia? Hasta donde alcanzo a ver, tres son también las posibilidades:

a) apretó el gatillo.
b) apartó el arma.
c) Cualquier otra combinación a partir de ap… que le parezca adecuada.

Gracias.

Ilustración: The Executioner, de Margarita García Alonso.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Ciudades



Así fundé yo esta ciudad; lo hice sin planificarlo y de a poco, un chin hoy y otro mañana, porque de que tomó su tiempo, lo tomó... eso puedo jurarlo. Y claro que cuando llegué ya había calles allá afuera, lo mismo que edificios, moles y vehículos con gente yendo a cualquier parte, pero era igual que si no estuvieran. Por mucho que luchara para hacerme un caminito entre las gasolineras, los ciclistas, los parquímetros y los semáforos, nada… ni modo de hallar una sombra, una brisita amable aunque fuera, así que no importaba si yo jamás de los jamases había visto ese canal o aquella autopista elevada, el caso era que el canal y la autopista me rebotaban para la ciudad de donde Él me expulsó… una ciudad y dígase porque es cierto donde nunca se ha visto un canal ni una autopista elevada… Pues ahí estaba yo, mascando aire, viendo a los jomles empujar sus carritos repletos de tereques, tan conformes con el paso de los días porque a fin de cuentas las calles estarían siempre allí para ellos, y en algún momento debí decirme esta vaina no puede seguir, no señor, y empecé a empatar lo que se daba suelto. O al menos eso creo. ¿Cuándo supe, por ejemplo, que las torres del dauntaun están para que el horizonte valga la pena y la ciudad no padezca la falta de montañas? Ni idea. Se me ocurre que quizás empecé a entenderlo de a chin, ya lo dije antes– en aquellos madrugones que me cayeron encima cuando conseguí trabajo como aprendiz de jardinero y tropecé con el olor a palo, a tierra, a brote húmedo, a la bruma que la última oscuridad de la noche esconde entre las casas de bloc, tan nítidas con sus parabólicas sobre los tejados rojos y los carros quietecitos en los garajes. ¡Esos no eran los olores que uno esperaría encontrar en el amanecer de un sitio tan dado al fantasmeo! Pero, la verdad, cómo rayos iba a saber yo que en ese momento fundaba algo, si hasta ignoraba por qué no hay forma de levantar la cabeza sin ver en el cielo un avión que no es para nada un avión, por mucho que a uno así le parezca, sino una maña de la ciudad para recordarte cuántos caminos tienes en caso de que quieras irte… Yo nunca me fui. Nunca regresé a la ciudad de donde Él me expulsó, aunque una época hubo en que los parientes y los amigos escribían cartas por un tubo y siete llaves para decir que las cosas allá cambiaban, que ya Él no era dictador sino presidente, que oyera las noticias porque todavía estaba a tiempo de volver y estudiar para periodista, como quería yo de muchacho... Y no, dijeran lo que dijeran, allá estaba Él, y con Él la cárcel, la sombra del chivato que no se te descose del miedo, así que preferí quedarme y hacerle jardines a esta ciudad. Los he hecho de día y de noche, inventando combinaciones de colores en los canteros y colgando tarros hasta de las nubes; tirando grama como un orate y podando árboles con los que no puedes equivocarte porque si los dañas te echan más años de cárcel que por matar a un cristiano. En casas, parques, condominios, oficinas, hoteles como este, donde quiera hay un jardín hecho con mis manos, y tanto afanar solo para amansarle los caprichos a esta ciudad que se da difícil, donde si te descuidas el sol te achicharra los sesos y al pie y medio de estar cavando lo mismo puedes tropezar con un piso de rocas que con un manantial… En el fondo, no deja de ser una jodida cosa que yo haya venido a comprender todo eso aquí, escondido en el balcón de la madreselva que cae hacia el patio interior del hotel donde los camareros bromean con los sequiúritis mientras preparan la mesa enorme con un cartel detrás que dice bienvenido, señor presidente en un español pintado de rojo. Un cartel que sus ojos ciegos no verán. Como no verán la madreselva que sembré hace más de tres años para que fuera un chorro de olor cayendo sobre el patio y limpiara el aire todo alrededor. En esa época quién iba a imaginar este día y cómo de pronto lo único importante será esperar el aviso de las voces allá abajo y apoyar el rifle sobre el muro, deslizar sutilito el cañón entre las flores blancas de la madreselva y apuntar bien para que mis manos de jardinero siembren una bala en su frente. Voy a disparar por lo mucho que nos ha hecho sufrir y por mi hermano Carlín, eso puedo jurarlo. Pero ahora sé que también va a morir porque, viejo y ciego como está, todavía tiene la cachaza de venir a burlarse, a robarme una ciudad que tantos años me costó fundar.

Continúa y concluye en Ajeno final...

Ilustración: Foto de Maurice Sparks

sábado, 24 de octubre de 2015

¿Y qué pasa si alguien se llama Apeco?



El conferencista habla en un inglés lento. Más que pronunciarlas, pareciera que va dejando caer una a una las palabras para comprobar la contundencia de su peso. «Cada época fija rumbo a la creación artística; de muchos modos, prefigura el trabajo de los creadores», afirma y nos mira tan sin apremio, que podría sospechársele interesado en contar cuántas personas formamos el no muy nutrido auditorio. De todas maneras, en tanto él no es Clark Kent ni yo soy transparente, queda sin enterarse de cómo sus palabras han hecho que la figura de Apeco se asome a mis recuerdos.

Entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado, mientras Wifredo García y el resto de la vanguardia fotográfica en la República Dominicana se valían del fotoclubismo y la acción docente para encarrilar la adultez de la fotografía moderna en ese territorio, Apeco fue un fotógrafo solitario y autodidacta que escribía y actuaba extraños monólogos, al tiempo que se ganaba la vida retratando eventos familiares y sociales, algo no muy bien visto por muchos de los que entonces protagonizaban una cruzada en el país para lograr que la fotografía fuera definitivamente reconocida como un género de las artes visuales.

Más aún. Cuando lo usual era que los grupos fotográficos organizaran continuas excursiones campestres con la esperanza de encontrar en el paisaje rural la “verdadera y más auténtica” imagen nacional, Apeco prefería los espacios urbanos, cuanto más solitarios y fragmentados mejor; retrataba personajes inmersos en contextos de gran espesor patrimonial –el carnaval, los velorios, las fiestas populares, los locos callejeros–; y adelantaba una experimentación que ponía en jaque el perfeccionismo técnico de la época. «Claro –dice Apeco alzando muchísimo las cejas dentro de mi recuerdo–, la fotografía es un poco de técnica y mucho de inspiración».1

Por supuesto que el conferencista no puede escucharlo, en parte por las razones apuntadas más arriba y en parte porque está ocupado diciendo: «Si Picasso no hubiera existido, alguien hubiera aportado las soluciones estéticas que él aportó». Y para el momento en que la palabra aportó es pronunciada, ya Apeco desanda en mi memoria por Santiago de los Caballeros, se detiene a cambiar bromas con un paletero apostado en la esquina de San Luis y la calle El Sol, contempla con sobreactuada admiración a una criolla que pasa explayando al viento sus monumentales volúmenes.

Viéndolo otra vez así, se entiende el aura de personaje extravagante que le endosó la sociedad santiaguense, algo que Apeco se tomaba como un cumplido. Solo sonreía y continuaba actuando aquellos monólogos llenos de metáforas que hoy se llamarían performances, o dando charlas en las que, cuando el público menos lo esperaba, sacaba una tijera y cortaba su corbata o desgarraba su camisa. Las miradas sin mucho calado no supieron ver más allá de esas salidas suyas. Incluso no pocos de sus colegas lo consideraron por bastante tiempo apenas un fotógrafo intuitivo y empeñoso, propietario de impulsos ingobernables que en ocasiones acertaban a plasmar alguna fotografía inquietante.

Apeco, mientras tanto, seguía sonriendo. Exploraba las posibilidades de lo que hoy se denomina narrativa fotográfica y elegía con toda conciencia un camino diferente de los grandes relatos colectivos que predominaron en gran parte de la fotografía dominicana tras la muerte de Rafael L. Trujillo, en 1961, para concentrarse en las historias individuales. Puede que a veces no lo pareciera, pero Apeco lo tuvo siempre muy claro: su trabajo no era captar la posible hermosura o la fuerza social de los espacios y las personas; su trabajo consistía en reinventarlos a través de una muy peculiar mirada fotográfica.

«Por mucho que el trabajo de algunos artistas a veces pretenda desafiar los límites de su tiempo, esos esfuerzos terminan siendo un reconocimiento tácito de tales límites», asegura el conferencista, y en mi memoria Apeco levanta la cabeza con un movimiento alerta, cualquiera pensaría que ha escuchado lo dicho por el charlista. Pero no, él siempre tuvo cosas más importantes de qué ocuparse. Pionero del autorretrato en la fotografía dominicana, buscó dar salida a sus ángeles y demonios internos en cada personaje, en cada edificio y calle solitaria, en cada árbol de ramaje enrevesado que fotografió, y gracias a esa sinceridad, consiguió apresar algunas de las más espléndidas y también de las más terribles intimidades de su sociedad sin rendir culto al “reflejo social en el arte”, que era la nota característica por entonces. Es más, si lo apuramos un poco, estoy seguro de que repetiría ahora mismo: «Ante todo está el compromiso conmigo mismo».

Pues, sacando provecho de que el charlista concluye y el protocolo indica preguntar si hay preguntas, levanto la mano. Tras recibir el gesto aprobatorio correspondiente, empiezo: «En Santiago de los Caballeros hubo un fotógrafo nombrado Natalio Puras Penzo, a quien todos llamaban Apeco…», pero el conferencista me interrumpe: «Are you kidding me? ¿¡Apico!?», y suelta una incrédula carcajada. Yo también río; no porque su alegría sea contagiosa, claro, sino porque dentro de mi cabeza Apeco, ese fotógrafo provinciano que anduvo dos pasos por delante de su tiempo y propuso una obra capaz de dialogar con nuestra contemporaneidad ahíta de posts, casi postrera, me hace un guiño cómplice y redondea con sus labios una O burlesca.

1 Las opiniones de Apeco que aquí cito han sido tomadas de entrevistas que le fueron realizadas a lo largo de su carrera. Con esas entrevistas preparé en 2012 un texto único, una suerte de credo fotográfico de Apeco que, si desea, puede leer haciendo clic sobre el título: “Ese fotógrafo que soy”.

Imágenes:

Autorretrato, Apeco se asume cámara fotográfica, c. 2006.

Autorretrato del 78, 1978.

Pareja en el camino, 1964.

Diseño para multiplicar risitas lúdicas 1, 1985.

Burro en el Gran Teatro del Cibao, 1995.


Para ver las más importantes obras de Natalio Puras Penzo (Apeco), solo tiene que hacer clic en el título de la exposición La insólita mirada irónica de Apeco, que fuera exhibida primero en la Pinacoteca de São Paulo (2013) y luego en el Centro Cultural Eduardo León Jimenes (2015). Si desea ver toda la obra de Apeco, solo haga clic en el Fondo de Fotografía Dominicana Natalio Puras Penzo (Apeco), que atesora el Centro León.

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Mesa: "El cuento, vivito y coleando", 21 de noviembre de 2015, a las 12:30 p.m., room 3314 de la Feria Internacional del Libro de Miami. Allí estaré presentando mi libro de cuentos El arma secreta. Están invitados.

sábado, 12 de septiembre de 2015

que borra las palabras en la pared




Señalaba con decidido entusiasmo hacia el cartel escrito en la pared, las incomprensibles letras negras y rojas, los trazos de adusta firmeza, y mis padres reían o se miraban, según fuera el ánimo en ese instante; qué muchacho tan despierto, comentaba a veces alguna visita.

Nos palmeábamos entusiastas, levantábamos las pergas de cerveza medio calentona ante la pared, que nos recibía donde la carretera de Cuabitas iba haciéndose calle, otra más de la ciudad en momentáneo descenso, y el brillo del mensaje parecía devolvernos el saludo desde su altura, con esa seguridad tan natural en quienes son conscientes de su poder.

Ella celebró mi comentario la primera vez, estoy seguro de que la segunda también, y puede que hasta la tercera. Luego se hastió de alzar la mirada para leer, y un día en que todo daba lo mismo dijo me voy, no soporto más. No solo abandonó la casa y la ciudad, también se fue del país; bien lejos, donde ni vivos ni muertos pudiéramos alcanzarla.

Dejé de averiguar qué opinaban sobre aquel mensaje la segunda vez que mis hijos fingieron no haberme escuchado.

Ayer pregunté y tres de los nietos sonrieron, aunque sin el entusiasmo de mis padres al principio. El otro, el que nunca llegó a levantar los ojos de lo que veía en su celular, murmuró en esa pared lo que hay son manchas, abuelo, va a tener que ir a un oculista. Debí reprender al mocoso como se merecía, contarle las tantas cosas del inicio; es más, abrí la boca para hacerlo, pero en ese momento dudé si en el cartel se usaba la palabra siempre o siembre.

No me he asomado a comprobar.


Ilustración: León Ferrari: Sin título (fragmento), 1962.

Nos vemos en la Feria Internacional del Libro de Miami, entre el 15 y el 22 de noviembre de 2015:


domingo, 16 de agosto de 2015

Para contar a Lino Novás Calvo



Cada hombre es parte, con su obra,
del medio ambiental (histórico, social) en que vive y sueña.
Si no es eso, es que se ha desprendido de sí mismo
y se ha hecho ficción.
Lino Novás Calvo

Crecer sin familia en los barrios más pobres de La Habana, hacerse adulto ejecutando labores de obrero, boxeador, contrabandista, carbonero, chofer de taxi y muchas otras peripecias semejantes, nada de eso parece biografía adecuada para los inicios de un hombre de letras. A menos que ese hombre viniera al mundo con un don excepcional. Lino Novás Calvo, quien nació en Galicia (1903) y fue enviado a Cuba antes de cumplir diez años, aprendió en las calles habaneras, entre la miseria de los solares y los plantes de santería, lo que ninguna academia le hubiera enseñado jamás sobre los seres humanos y las voces que pueden contarlos.

Su trayectoria hasta el reconocimiento literario se resume fácil. En el segundo lustro de los años veinte ya hacía los primeros ejercicios serios en el entorno de la Revista de Avance y casi enseguida sus traducciones empezaron a poner al alcance del lector en español a los narradores norteamericanos e ingleses que catalizaron la evolución de la narrativa latinoamericana hasta desembocar en el tan manoseado boom: Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Huxley y demás. En la década del cuarenta tras una permanencia en España entre 1931 y 1939, guerra civil incluidaLino Novás Calvo se había convertido en el más importante narrador cubano vivo, apuntalado por una novela y dos libros de cuentos: Pedro Blanco, el negrero (1933), La luna nona y otros cuentos (1942) y Cayo Canas (1947).1 La anterior no es poca afirmación si recordamos algunos de los nombres que narraban en aquel momento cubano: Alejo Carpentier, Carlos Montenegro, Enrique Labrador Ruiz, Onelio Jorge Cardoso, Félix Pita Rodríguez... y así hasta el dominicano Juan Bosch.

La obra de Novás Calvo resolvía desde la contundencia estética tres falsas contradicciones que trampearon la literatura latinoamericana de la época: aquellas que se establecieron entre el criollismo nacionalista y el humanismo universal, entre la lengua literaria y el habla cotidiana, y entre el realismo y la fantasía. Al derribar esas anquilosadas barreras, su voz narrativa estableció un crucial punto de equilibrio que le permitía contar en un registro reconocidamente cubano sin que esto fuera óbice para explorar con hondura las agonías del ser humano sometido a situaciones extremas. De cualquier ser humano, digo.

Los críticos e investigadores han insistido sobre el signo trágico de los personajes novasianos, siempre enfrentados a fuerzas que terminan por destruirlos. Lo que no se ha resaltado con la debida intensidad, creo yo, es la verdadera esencia del conflicto que en esas obras se narra: el del ser humano enfrentado a sí mismo. Al sumergirse en el crudo mundo de la trata negrera y la piratería durante la segunda mitad del siglo xix, Pedro Blanco explora sus propios límites y los desafía sin piedad.  En “Cayo Canas”, Oquendo está derrotado desde el principio porque su lucha real es contra su desaliento y no contra las llamas que ve avanzar sin remedio. “La visión de Tamaría” es una crónica sensible y minuciosa de la forma en que el personaje intenta escapar al complejo que le produce su condición de ciego. Tan evidente o más es el conflicto consigo mismo del taxista que protagoniza esa joya del cuento en español que es “La noche de Ramón Yendía”, a quien leemos correr en medio de la violencia desatada por la revolución antimachadista sin que nadie lo esté buscando; pero no puede dejar de huir, su conciencia culpable no se lo permite. Así podríamos seguir, ejemplo tras ejemplo, para entender la razón última de ese estremecimiento que producen las piezas de Novás Calvo en los lectores de cualquier nacionalidad y cultura: no hay tragedia más amarga y frecuente que la derrota del ser humano frente a sí mismo.

Esa fue también la tragedia de Novás Calvo. Como sus más notables personajes, él protagonizó un despiadado combate contra sí mismo, un enfrentamiento que lo movió a escribir sus líneas más brillantes, del mismo modo que terminó por hundirlo en el silencio. Llegados los años cincuenta, el narrador que mejores registros había logrado para la literatura cubana hasta ese momento abandonó su carrera de escritor. Cierto es que luchó, agónica e inútilmente. En los últimos años cuarenta escribió varios relatos, algunos de los cuales fueron publicados en diversas revistas. Entre 1947 y 1952 fue dando a conocer en Bohemia un manojo de cuentos policiales, género que siempre le había sido cercano. Durante ese tiempo, quiso una y otra vez escribir una novela2 que se frustró también una y otra vez.

Los investigadores y críticos no han cesado de preguntarse por qué dejó de escribir Lino Novás Calvo. Las respuestas a esa interrogante son poco variadas: depresión ante la difícil situación económica que vivió en la Cuba de fines de los cuarenta, desencanto provocado por la falta del reconocimiento que su obra merecía y que el mostrenco medio cubano le negaba, falta de fe en la pertinencia de la literatura, abandono radical de sus antiguas posiciones, cercanas a la izquierda política, etc. Todas me parecen causas circunstanciales. La verdad pudiera ser más cruda y tajante. La literatura es una irreprimible necesidad de decir que encuentra o no su correlato en una posibilidad de decir. Novás Calvo se quedó sin necesidad de decir, simplemente su mundo literario, que había maravillado a tanto lector, se agotó y él no logró reinventarse.

Basta consultar las cartas que escribió al crítico e investigador José Antonio Portuondo entre 1945 y 1950 para percibir el temor nunca expresamente declarado, es ciertode estarse repitiendo. Va una muestra. El 26 de diciembre de 1946, Novás Calvo se queja: “Hace quince años que vengo escribiendo –y rompiendo religiosamente– una [novela] que no acaba de salir. No sé por qué. Todos los caminos se me cierran. Me encuentro trabado en todas partes, en todas las técnicas, en todos los estilos, en todos los temas. Todo cuanto he escrito no es más que retazos de novelas abortadas. Y cada vez que releo una página mía, tiro el libro bien lejos: me da algo parecido a náuseas”.3

La lectura de los cuentos escritos por Novás Calvo a partir de 1945 y de los dos capítulos de la novela que sobrevivieron4 ofrece, en efecto, elementos que pudieran apuntalar ese temor de estarse repitiendo. El propio Portuondo hizo la advertencia en un texto crítico de 1947 donde, por otro lado, hacía justicia a la calidad y la trascendencia de la obra firmada por Novás Calvo: “Es imposible persistir en esa visión del mundo –el individuo aislado, acechado por la angustia y por la muerte– sin caer en la monotonía del acento monocorde, en la repetición hasta el cansancio de una misma nota ejecutada por diversos instrumentos”.5

Lo estrictamente cierto es que en el segundo lustro de los años cincuenta, con una situación financiera mucho más equilibrada como jefe de información de Bohemia, el autor de “Long Island” miraba hacia la escritura creativa con distancia y desdén. Cada vez que algún aprendiz de escritor se le acercaba con la reverencia del discípulo –y fueron muchos: Lisandro Otero, José Soler Puig, José Lorenzo Fuentes, etc.–, su respuesta era siempre la misma: “Deje eso, la literatura no da nada; dedíquese a escribir crónicas de sucesos”.

Cuando se exilia, en 1960, espantado por la violencia que estremecía a la Cuba revolucionaria, el universo del escritor que había sido Lino Novás Calvo quedó abandonado. Hasta su muerte, ocurrida en 1983, si le preguntaban por textos no recogidos en libros, respondía invariablemente: “No conservo nada de lo publicado en revistas y periódicos antes de 1960”.6 De lo que había quedado inédito, por supuesto, conservó menos. En 1970, ante la posibilidad de publicar un volumen de sus relatos clásicos entreverados con otros nuevos,7 prefiere reescribir para mal“Angusola y los cuchillos”, texto que había dado a conocer en un número de Bohemia correspondiente a 1947,8 antes que buscar por cualquier vía la versión original de un relato sin dudas muy interesante.

Pero nada prueba mejor el agotamiento literario de Novás Calvo que el grupo de cuentos escritos por él en los Estados Unidos después de 1960. Y no solo porque carecen de la intensidad, la fuerza narrativa y la atmósfera de su mejor obra, sino porque están en su mayoría dirigidos al testimonio y la denuncia sociopolítica, algo incompatible con un autor que había dado una clase magistral acerca de cómo la literatura puede acercarse a la historia reciente en “La noche de Ramón Yendía” y que con “Aquella noche salieron los muertos” logró tal penetración literaria en la mística del poder absoluto que incluso adelantó muchos de los elementos medulares de la circunstancia política que se ha vivido durante el último medio siglo en Cuba. Claro que aquí y allá es posible encontrar en algunos de esos relatos restos del pulso narrativo novasiano, pero ya no es aquel autor que en 1933 había escrito, en carta a Regino Pedroso: “Para mí el arte-política no es política ni es arte […] Para mí el sentido verdaderamente humano y artístico acaba donde comienzan las fórmulas, como la religión acaba donde comienza la teología […]”.9

A partir de los años noventa, un pequeño grupo de escritores, investigadores y críticos se ha dedicado –cada quien por su parte– a reflotar el mundo que Lino Novás Calvo dejó sumergido.10 Las dos figuras más tenaces en esa búsqueda han sido Cira Romero, dentro de Cuba, y Carlos Espinosa Domínguez, fuera de la Isla. La primera agrupó los cuentos no policiales que dejó dispersos el narrador, las cartas que este envió a varios intelectuales de su época y las crónicas que escribió desde España entre 1931 y 1933 para Orbe.11 El segundo acaba de dar a conocer los textos que el autor de “Un dedo encima” escribió en la prensa durante su exilio norteamericano y tiene prácticamente lista una compilación de artículos escritos por Novás Calvo sobre la guerra civil española, de la que fue un inquieto protagonista.12

Poco a poco, cada vez de forma más nítida, va quedando a la vista ese ser genial y contradictorio, en perseverante conflicto consigo mismo, que fue Lino Novás Calvo y, junto a su imagen, crece también un anecdotario copioso que a veces proviene de sus múltiples andanzas por la vida y a veces de aquellos que lo conocieron.13

Es fama entre los creyentes de los sistemas mágico-religiosos cubanos que las personas capaces de comunicarse con deidades, espíritus y muertos son seres que han recibido un don para ver lo que el resto de los mortales no podemos. Pero ese don está condicionado: si quien lo recibe renuncia a ejercerlo, entonces la gracia se vuelve contra él. También Lino Novás Calvo recibió de la vida un excepcional don de narrador al que renunció; en respuesta, parece estarse convirtiendo él mismo en literatura. En tanto dejó de contar, hace bastante que comenzó a ser contado.

Notas

1 Publicó también Un experimento en el Barrio Chino (1936), No sé quién soy (1945) y En los traspatios (1946), novelas cortas o relatos largos, según sea el criterio de quien lee esos textos.

2 “Los Oquendo” era su título provisional. Las prestigiosas editoriales Losada y Espasa Calpe se habían mostrado interesadas en publicar el proyecto.

3 Carta a José Antonio Portuondo, en Laberinto de fuego; epistolario de Lino Novás Calvo; compilación, anotación y prólogo de Cira Romero. La Habana, Ediciones La Memoria, Centro Pablo de la Torriente Brau, 2008, p. 117.

4 Fueron publicados ambos en Cuadernos Americanos. El primero, “Camila Timiraos cuenta”, en el número correspondiente a septiembre-octubre de 1947. El segundo, “Esto también es gritar”, en el de julio-agosto de 1948.

5 “Lino Novás Calvo y el cuento hispanoamericano”, en Cuadernos Americanos, Vol. XXXV, año VI, No. 5, septiembre-octubre de 1947, México, p. 261.

6 “Diez preguntas a Lino Novás Calvo”, en El Alacrán Azul, año 1, No. 2, 1971, Miami, p. 106-107.

7 Maneras de contar. New York, Las Américas Publishing Company, 1970.

8 Bohemia, año 39, No. 51, 21 de diciembre de 1947, La Habana, p. 42-44 y 73-74. La nueva versión recibió el título de “Peor que un infierno”.

9 Carta a Regino Pedroso, 3 de marzo de 1933, en Laberinto de fuego, p. 65.

10 Yo mismo recogí sus cuentos policiales en Lino Novás Calvo: Ocho narraciones policiales; compilación y prólogo de José M. Fernández Pequeño. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1995. Algunas de sus crónicas cubanas más valiosas pueden consultarse en Lino Novás Calvo, periodista encontrado; selección y prólogo de Norge Céspedes Díaz. Matanzas, Ediciones Aldabón, 2004. Los textos biográficos y autobiográficos que diera a conocer Novás Calvo en la prensa española entre 1933 y 1936 han sido recogidos en Vidas extraordinarias; selección, edición y estudio introductorio de Jesús Gómez de Tejada. España, Editorial Verbum, 2014.

11 La colección cuentos apareció como: Angusola y los cuchillos; compilación y prólogo de Cira Romero. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2003. Mientras, los artículos de Orbe se encuentran en: España estremecida; compilación de Cira Romero. España, Editorial Renacimiento, 2013. Igualmente, Cira Romero ha intentado establecer la biografía del escritor, oscura en muchos de sus tramos, a través de un montaje de voces en Fragmentos de interior: Lino Novás Calvo, su voz entre otras voces. Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010.

12 Lo que entonces no podíamos saber; compilación de Carlos Espinosa; prólogo de Rafael Rojas. USA, Libros de las Cuatro Estaciones, 2015. 

13 Quizás la más impactante de esas anécdotas sea la narrada por Guillermo Cabrera Infante a partir de su visita al hospital donde Novás Calvo estuvo recluido para morir. Involucra al cuento “Angusola y los cuchillos” y es posible leerla en: “La luna nona de Lino Novás Calvo”, en Mea Cuba. Barcelona, Plaza Janés, 1983, p. 358-363. Como ocurre siempre en estos casos, nunca sabremos cuánto aportó a la anécdota la imaginación narrativa de Cabrera Infante.

lunes, 29 de junio de 2015

Equilibrio



El trapecista se balancea pendiendo de la punta de sus pies. Quiero decir que se balancea cabeza abajo, tan recto que su postura no se ajusta a ninguna palabra humana, salvo quizás por los brazos plegados sobre el pecho. Viste de blanco perfecto: pantalón, camiseta y zapatillas, todo adecuado al balanceo que brota de una concentración sin pliegues. Es cosa de sueños, me digo por decir algo, aunque sé la posibilidad de algún límite que no se deja entender, digamos que una frontera donde las nociones se evaporan en miedo. Ambos, el trapecista y yo, intuimos eso. Sabemos que ahora mismo nos jugamos la suerte, y ansiosos ponemos alma y corazón para sostener el instante. Él, buscando que no se rompa la convicción del balanceo impecable, su bien definitivo. Yo, buscando evitar que el crudo sobresalto nos haga caer del trapecio.

Imagen: Foto tomada de http://www.advancednasalcare.com.mx/index.html

viernes, 5 de junio de 2015

Retrato de nosotros o el plural como redención



Los problemas de Sindo Pacheco (Cabaiguán, 1956) empezaron cuando de muy niño quiso ser narrador. Como no podía buscar orientación al respecto con los Tigres, sus compañeros en el equipo de pelota, que inmediatamente lo habrían expulsado de la pandilla por blandito, decidió consultar al espejo familiar. La respuesta que recibió aparece falseada en la novela Retrato de los Tigres:[1]

—Deja esa mierda, Pirolo. Eso no sirve. ¿Has visto algún escritor con dinero?
No lo habíamos visto. Ni sin dinero tampoco. En nuestro pueblo no había escritores. Ni falta que hacía. No tendrían de qué escribir. Aquí nunca pasa nada. Se cumplen todos los planes. Todo el mundo trabaja o estudia, hasta nosotros. Y de nosotros no podemos escribir. Ni siquiera eso de que no podemos escribir (130-131).

Y entonces comprendió que necesitaba aprender algunas trampas. Allá, en su natal Cabaiguán, esperaba a que los entierros llegaran hasta el Puente de los Buenos, y en cuanto el despedidor del duelo comenzaba a tirar los pecados del difunto al río, dejándolo más limpio que bolsillo de pobre, Sindo se echaba al agua para recogerlos, no importa si eran errores veniales o crímenes espantosos, y alojarlos en algún rinconcito sensible de su memoria.

A esa precoz capacidad para la trampa y el escamoteo debemos la dimensión humana que asombra en la obra narrativa del Sindo Pacheco maduro y, particularmente, en la novela Retrato de los Tigres, una tragicómica radiografía de los conflictos que dinamitaron la vida social cubana entre 1959 y 1980; esto es, la niñez, adolescencia y juventud de una generación que no hizo la revolución pero sí fue el primer conejillo de Indias de ese experimento social.

Retrato de los Tigres posee un tono arrollador, asentado sobre el habla popular cubana, que le permite fundir tiempos, espacios y mentalidades, jugar con una intertextualidad muy vasta, auténtica por su coherencia con el mundo narrado, y aunque su realismo no desdeña la nota testimonial, prefiere la reelaboración íntima del tiempo histórico. Es un tono narrativo cercano al cuento, género que el autor domina a la perfección, y si se sostiene a lo largo de toda la novela, se debe a que cada capítulo funciona como una unidad de asunto, a lo que se agrega un notable sentido del límite y una capacidad para el equilibrio y la renovación de los motivos que hace de Sindo Pacheco uno de los narradores más hábiles de su generación. Vean si no:

No podemos estar bien de la cabeza, ni de los pies tampoco, doctor. Nos ponemos las botas rusas al revés, y parecemos muñecones de carnaval caminando con las piernas abiertas; pero a veces, doctor, nos las ponemos al revés, pero no la izquierda en la derecha ni la derecha en la izquierda como debían ser unas botas al revés, doctor, sino que las acordonamos y todo con el tacón para alante, y el teniente nos tiene mala voluntad porque cuando dice de frente, march, empezamos a marchar para atrás, y la compañía completa a reírse y se resquebraja la disciplina, usted sabe cómo es el asunto ese de la disciplina, pero eso tampoco es todo, doctor, a veces nos ponemos una bota para alante y la otra para atrás, y no hacemos más que dar vueltas en el mismo sitio, doctor, cada pierna persiguiendo la otra, haciendo círculos sobre la hierba, círculos concéntricos y excéntricos, éticos peléticos pilimpimpéticos […] No queremos ser soldados, doctor, esa es la verdad, Nicolás Guillén, no sé por qué piensas tú, soldado que te odio yo, si somos la misma cosa, vea que sí, Nicolás, somos la misma cosa, somos civiles, es lo mismo, la misma cosa, tú, yo… (120-121)

Discurso original y al mismo tiempo bien articulado con el de otros narradores cubanos nacidos en los años cincuenta (en especial con los registros del novelista tunero Guillermo Vidal), teje una narración llena de ingenio y gracia para una novela de fuerte aliento trágico. Esa voz que arrastra al lector línea tras línea posee un fluir tan natural, que pronto nos preguntamos si no será un decir anterior al acto escritural, un lamento que viene desde la época reconstruida y frente al que el escritor solo funciona como médium. Igual que ocurre en tantos textos de Sindo Pacheco, Retrato de los Tigres es una novela agraciada por una feliz apariencia de espontaneidad.

Y sin embargo, hay en ella la ejecución de una depuradísima técnica, esa que permite al narrador incorporar la voz de los personajes de manera indirecta usando el pretérito de subjuntivo, o cambiar sin sobresaltos su discurso del pretérito al presente de indicativo buscando anclar ciertos hechos en la permanencia, o enhebrar discursos provenientes de fuentes como la Biblia, la literatura, la cultura popular, la política, la crónica deportiva, la narración infantil y un largo etcétera de registros, en un mestizaje discursivo que abre sutiles opciones de sentido al texto, como cuando el uso del verso martiano “la niña está sola, vamos” establece un paralelo entre los sucesos del teatro Villanueva en 1869 y los actos de repudio en la Cuba de 1980.

Esa perspicaz creación de sentidos gobierna también la estructura narrativa, nucleada en torno al leitmotiv de las visitas que los protagonistas realizan a una plaza donde antes hubo una virgen y las personas hacían ofrendas rogando por un futuro venturoso. Hacia ese futuro quiere avanzar el equipo de los Tigres en la novela, dividida en cinco partes mayormente cronológicas, que sin embargo intercalan capítulos a modo de regresos a la niñez y primera adolescencia de los protagonistas. Ese montaje articula un violento pareo entre las elaboraciones simbólicas con que los personajes imaginan su futuro y la manera en que una realidad represiva lo va torciendo. Ahí radica el meollo de una novela repleta de felices transgresiones.

La mayor de esas transgresiones se produce en la fisonomía de la voz narrativa. Retrato de los Tigres pone en acción un narrador protagonista y omnisciente que cuenta usando la primera persona del plural, algo que podría parecer técnicamente inviable. La omnisciencia proviene de un hecho que el lector solo descubre al final (y que entre nosotros ya José Soler Puig había usado en Ánima sola): el narrador está muerto y desde la muerte cuenta su historia. El uso del nosotros como pronombre narrativo empieza por ser, entonces, un recurso para rescatar la vida vivida, para evitar que esta desaparezca tras la dispersión y el dolor.

No se trata en este caso de buscar objetividad, como ocurre con el narrador-protagonista que apela a la tercera persona para hablar de sí mismo. Tampoco es un intento por hibridizar las personas narrativas y abrir el punto de vista a nuevas posibilidades, como hace Soler Puig en su novela El pan dormido. Retrato de los Tigres pluraliza la voz narrativa, dando a lo que cuenta fisonomía generacional. El narrador se apropia de cada uno de los muchachos que forman el equipo de pelota de los Tigres y los suma a su voz coral, lo que descoyunta las normas gramaticales y sintácticas para la concordancia entre sujeto y verbo. Aquí va un ejemplo:

Qué nos parecía, preguntó.
Realmente no nos parecía nada. A nadie nos pareció nada. Manet nos encogimos de hombros, Rony lo miramos extrañado:
Qué era aquello.
—Un poema. ¿No ven que es un poema?
Rony no veíamos nada. Tampoco Santiago. Ni nosotros.
—Lo escribimos anoche —volvió a decir—. ¿No se la llevaron?
Nadie nos habíamos llevado nada, es decir que no habíamos entendido nada. No había nada que entender, ni que llevarse (128).

Esa transgresión sintáctica no constituye un artilugio narrativo ansioso de novedad. Está atada al corazón conceptual de la novela: el enfrentamiento entre un grupo de jóvenes que buscan sentido de pertenencia en lo colectivo, que sueñan su libertad, y un contexto político-social organizado a partir de un falso colectivismo que convierte a los perseguidos en perseguidores, que coarta la libertad y los mejores sueños del individuo:

Fuimos alzando los brazos. Todos estábamos de acuerdo, de acuerdo con todo, los brazos eran para levantarlos, para estar de acuerdo, Marta Miriam, y para aplaudir, y tomar las armas si era preciso. Ya lo habíamos hecho muchas veces desde que nacimos, desde que crecimos, desde que estábamos en esa asamblea según la cantidad de tipos que hacía falta desenmascarar. El mundo estaba lleno de enmascarados, pero nosotros, Marta Miriam éramos eso: desenmascaradores (149).

En el acto narrativo organizado por Sindo Pacheco, dos plurales se enfrentan: el solidario de los Tigres y el falaz de un sistema político que termina separando a los protagonistas y conduciendo sus mejores energías hacia el odio, la pérdida de sentido y la muerte. Presos en la inercia, la vigilancia intransigente y el control, cada paso de los personajes en busca de la alegría tropezará con una realidad cerrada e implacable, excluyente. Dice el narrador pluralizado:

Nosotros somos unos tipos malas cabezas. Pero nadie nos preguntó nunca qué cabeza queríamos, ni siquiera sabemos quién nos puso estas que tenemos. Si encontráramos algunas mejores, seguramente ya la hubiésemos cambiado. Tal vez un día exista algún mercado de cabezas para la gente como nosotros que no está conforme con la suya. A nosotros nos gusta una cabeza más tonta que la nuestra, que sirva únicamente para saber el nombre y la dirección, para firmar cuando nos levanten algún acta, y para estar de acuerdo siempre con lo que piensan las demás cabezas (58).

Es la sempiterna historia del ser humano que defiende su derecho a ser distinto. Ha sido contada con tan natural talento, convicción humana y pericia técnica que, al terminar de leerla, pensé: «Sindo Pacheco ha escrito una excelente novela». Pero enseguida comprendí que también yo, ustedes, cada lector, teníamos derecho a ese plural solidario que los Tigres quisieron defender strike por strike sobre el terreno de juego de la vida y rectifiqué. Digo entonces: «Sindo Pacheco hemos escrito una excelente novela».




[1] Sindo Pacheco: Retrato de los Tigres. Miami, Eriginal Books, 2015. Todas las citas que aparecen en este texto se refieren a esa edición y las páginas se consignan entre paréntesis.

Ilustración: Sindo Pacheco durante la presentación de Retrato de los Tigres en Miami, mayo de 2015. Foto de Armando Añel.

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sábado, 9 de mayo de 2015

Finalmente, la gloria




Uno


Todos los ojos están pendientes de él. Lo sabe. Lo tiene tan sabido al momento de hacer contacto con la tabla del box, que solo dedica a los corredores un vistazo de rutina. Su atención parece concentrada en las señas que repite una y otra vez la mano del receptor acuclillado; en estudiar esa forma que tiene el bateador de inclinarse sobre el jon, como invitándolo a tratar la esquina de adentro. Detalles. Al final, toda la suerte tenida o por buscar depende de la pelota cuyo agarre él oculta dentro del guante; de la parsimonia con que detiene el movimiento inicial de sus brazos, anclándolos sobre ambas caderas durante una fracción mínima de tiempo, solo para dejar en claro quién gobierna el instante. Así lo confirma el murmullo del público, que se encoge cuando él balancea el pie izquierdo hacia atrás, afirma el peso del cuerpo sobre la pierna derecha para concentrar el equilibrio y lanzarlo con todas sus fuerzas en la pelota que verá regresar hacia sus ojos como una alucinante mancha blanca, como un vertiginoso mensajero de la muerte.

Dos

Inclino el cuerpo hacia la derecha en el momento que el bateador comienza el suin, como si estuviera escrito en alguna parte que la pelota vendrá por el centro del terreno, y esa anticipación me da la ventaja de dos pasos extendidos, uno con la pierna izquierda, otro con la derecha. Cuando la inercia va empujando hacia el tercer y decisivo paso, la pelota ya picó a la izquierda del lanzador y alarga un bote furioso que volverá a picar junto a la almohadilla de segunda base, buscando meterse en el cénter, si no fuera porque extiendo el brazo izquierdo y cierro los ojos presintiendo la sensación gloriosa que produce el golpe de la pelota dentro del guante. Lo demás será de rutina. Dar un salto, girar el cuerpo en el aire superando la punzada en la cintura y tirar a primera base, hacia donde avanza el corredor que ahora no veo...
   –Tranquilo, no te muevas –dice una voz de mujer que enseguida tiene rostro. Uno negro y gordo que va apareciendo encima de mí como si brotara del zumbido.
   Es el rostro que cualquiera vería si fuera a soñar con una enfermera vestida de blanco. La única persona a mano para preguntarle dónde estoy.
   –Por fin despiertas –ignora ella mi pregunta–. Sigue la punta de mi dedo –ordena mientras mueve ante mis ojos la yema morada que traza un amplio no–. No te muevas que ahora viene el médico.
   Y me muestra su espalda maciza. Se aleja despreocupada y yo quedo preso dentro del zumbido donde flota la voz de la mujer en retirada:
   –Ah, y para la próxima, por lo menos agacha la cabeza cuando veas venir la pelota.

y tres

Se fue levantando del balance en la misma medida que la pelota tomaba altura y el narrador chillaba "¡se va elevando... se va elevando... y la bola...!" Pero en ese momento todo volvió hacia atrás. El punto blanco de la pelota viajó en sentido inverso hasta chocar otra vez con el bate que retrocedía, y ese sonido en repetición, seco y desolador, penetró en su pecho como una puñalada de fuego. Sus manos se agarrotaron sobre la camisa beige que no había tenido tiempo de quitarse al llegar de la oficina, mientras iba inclinando el cuerpo hacia adelante y su boca agrandaba una dolorosa O.
   Desde el suelo, presa de las últimas convulsiones, no pudo compartir la alegría del aficionado que en la pantalla del televisor daba carreras por las gradas del jardín izquierdo mostrando la pelota, testimonio del único jonrón que posiblemente capturaría en toda su vida.


Si deseea escuchar los textos en voz de su autor, haga clic aquí: Finalmente, la gloria.

sábado, 25 de abril de 2015

Difusas nociones para huir a través de una mirada



Cuando Félix Luis Viera publicó su volumen de cuentos Precio del amor, en 1990, dejó una nota de singularidad en la narrativa cubana. Ajeno al fuerte y directo acento social que por la época predominaba en la cuentística de la isla, Viera prefería explorar en los textos de este libro ciertas agonías humanas, algunas insólitas rutas del deseo y, sobre todo, los costos de vivir.

La edición definitiva del volumen, a cargo ahora de Alexandria Library en Miami, nos vuelve a una antigua evidencia: decir que su tema es el amor resulta poco decir. Los ocho cuentos giran en torno a la atracción sexual y a las idealizaciones del ser femenino como formas de escape, como una huida desesperada del varón hacia la hembra-enigma, única promesa a la vista para conjurar los riesgos de un vacío que a veces se declara y casi siempre se hace presentir. De ahí nace la sólida unidad de este libro y de ahí también su diversidad, que el autor dosifica con malicia de novelista avezado en tres partes. Veamos.

La primera se ocupa de conflictos entre parejas y emplea una narración contraída, marcada por la síntesis. Viera es aquí un maestro de la sugerencia, un experto en sembrar motivos que permiten lecturas distintas de acuerdo con la perspicacia del lector. Por ejemplo, es imposible entender la reevaluación de su matrimonio que hace el protagonista de “En tantas cosas” si no podemos definir cuál es la “impostura” de Pozo, que el narrador alude una y otra vez de manera sesgada. Ese dato trae a un primer plano la miseria humana encarnada en la relación entre Pozo y el “bicho”, al tiempo que echa otra luz sobre las decisiones del personaje protagónico.

La segunda sección, por el contrario, abre las líneas del relato, lo subjetiviza a partir de una voz narrativa pletórica de sensaciones. Los dos cuentos que la integran ocurren en Europa y sus protagonistas, cubanos en viaje temporal de trabajo al extranjero, intentan conjurar la distancia y la soledad idealizando su encuentro con una mujer que la ansiedad carga de resonancias simbólicas, como bien ejemplifica la curiosa escalera de motivos construida por el narrador de “Solo en la noche”: helado-mujer-ojos azules-mar de Cuba. El final de este cuento es, en mi opinión, la única concesión en este libro rotundo, pues la materialización del ser añorado rompe la atmósfera de idealización que sostiene al texto.

La tercera parte ejecuta otra vuelta de tuerca en la sensibilización de la realidad, que ahora roza las dimensiones del sueño. A través de un tono lírico muy preciso, cobra aliento la huida de la realidad que tiene lugar en los tres cuentos finales del libro. Lo que comienza como un diálogo de almas entre el movilizado cañero y la campesina en “Mirada”, concluye en “Circuito abierto”, narración-poema que consagra el poder del sueño, cuya circularidad puede deshacer lo imposible. Esa apuesta por escapar de una realidad mostrenca culmina en “Noemí”, la pelirroja sentada en un tren lechero cubano atestado de animales, personas sudorosas y sacos con productos agrícolas, mientras ella viaja por una razón sin sentido ganancioso: buscar posturas de rosas.

Precio del amor se inserta en la tradición del cuento realista cubano. A veces más Novás, a veces más Onelio; compartiendo no pocas preocupaciones con los cuentos que en los ochenta-noventa escribía Miguel Mejides, quizás alguien piense que el libro se desinteresa del contexto cubano para refugiarse en asuntos más intimistas. No es cierto, sin embargo. El grosero pragmatismo, la pesada inercia y la castrante agonía diaria para sobrevivir en la realidad isleña es la explicación última al porqué sus personajes se despeñan ciegos y desesperados hacia un deseo instintivo, se agarran casi suicidas de una frágil mirada, que ellos suponen fecundante, para buscar la espiritualidad que da sentido a las cosas y hace que la vida valga la pena.

Si este sólido libro de Félix Luis Viera consigue tan sugerente y sensible caracterización de la realidad social es porque mira a través del ser humano y sus contradicciones. Y como lo hace poniendo en movimiento un innato talento de escritor y un oficio literario espléndido, articula un discurso retador, una armónica apariencia de sencillez que cobija sin embargo múltiples niveles de sentido a la espera del lector creativo y sagaz. Como siempre cuando de buena literatura se trata.

Ilustración: Félix Luis Viera y el autor del texto durante la presentación de Precio del Amor en Miami, espacio La otra esquina de las palabras, Café Demetrio, el 21 de marzo de 2015. Foto de Armando Añel.

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lunes, 6 de abril de 2015

Reminiscencia de lunes No. 2: Humo



«Ah, literatura», dice el hombre mientras manosea mi resume. Y no es que decir ah, literatura en medio de un departamento de ropa femenina tenga algo especial, sino el tono y la expresión con que lo ha dicho, de seguro los que usaría para referirse al sapo que su esposa ha encontrado nadando en la taza del inodoro. Entonces, vaya usted a saber por qué, recuerdo que una vez, hace tantísimos años, el gobierno de mi país creó un género literario por decreto, y allí de pie, acosado por el aroma de la ropa interior para mujeres, me regresa en un segundo la cascada de euforia que durante décadas consagraron los escritores y los críticos a la salud de esa criatura, la periodista que en mil novecientos ochenta y cuatro me reveló su plan de escribir una novela policiaca en décimas. «Nadar a favor de la corriente es la forma más segura de ahogarse», digo como quien se descubre desnudo en medio de la vía pública, pero el hombre no me entiende y tampoco sabe qué hacer con mi resume.

Ilustración: Esencia de humo, tomado de Cocinista (http://www.cocinista.es/)

sábado, 14 de febrero de 2015

El canalla


Décima (y última) estampa mongólica


Fue lo mismo que si hubiera encontrado el saco con los tarros de Bromelio dentro del armario, así de contento me puse, y no me importaban los calambres en las piernas ni la peste a rancio de la ropa que tenía encima. Entre las malas palabras que gritó Nereyda esa tardecita, ninguna podía competir con lo que me había dicho la primera vez «¡Con razón los mongos tienen esa fama!» Nada, por mucho que el primo alardeara de su trabajo en la policía, no tenía manera de luchar contra mi arma poderosa.

Y fue entonces, haciendo uno de sus cuentos, que el primo mencionó la palabra. Si quitamos los episodios de las Aventuras, yo nada más se la había oído antes a Delio-el-inyectador, y seguro fue por eso que imaginé a Luisito y el Kinka en un cuarto tan oscuro como aquel armario, escondidos debajo de una tonga de ropa, mientras Delio-el-inyectador los buscaba por todas partes con la jeringuilla en la mano y gritando «¿Dónde están esos canallas?» No me miren así… el primo y su cuento alardoso tuvieron la culpa por juntar a Luisito y el Kinka con una palabra tan rara.

Cuando abrió la puerta del armario y dijo que ya podía salir, Nereyda tenía ojos de sospecha y me preguntó qué era lo que había oído. Lo que se dice oír, yo había oído muchas cosas, pero mejor le contesté «¿Qué iba a oír si me estaba ahogando con toda la ropa que me tiraste encima?» Y en seguida puse cara de estar molesto, a ver si me prometía que ningún primo iría a visitarla ese fin de semana. Al final no lo conseguí, aunque sí me dejó enjabonarle las nalgas en la ducha.

La noche fue más incómoda que haber estado todo ese tiempo dentro del armario. A la hora de la sopa no tenía hambre y a mamita le cogió con decir que me veía pálido. «Nada más falta que te enfermes con las pruebas de nivel ahí mismito… Mejor le aviso a Delio para que venga y te ponga unas vitaminas». Papito se molestó mucho, aunque no estoy seguro de si fue porque no lograba estarme quieto o porque el equipo Cuba perdía en el juego del televisor. «No sé cuándo acabarás por coger fundamento, a tu edad yo trabajaba». Todavía a la hora de dormir los dos discutían con el abuelo, emperrado en que yo debía de andar con muchachos de mi edad. «Vaya el diablo a saber lo que aprende con el mala cabeza de su tío Eusebio y en la casa de la mujercita esa».

Casi no dormí. Cuando no era que los pedazos de música del cabaret venían a pincharme, un coche pasaba a todo meter estremeciendo la calle, o el escobillón del barrendero hacía un ruido feo al empujar el agua de los bordillos, frrru-frrru-frrru-frrru… Bueno, si hasta los pitazos del tren de Contramaestre sonaron medio ácidos esa madrugada. Soñé que Delio-el-inyectador, así mismo de viejo y con su pierna más corta que la otra, era Batman y lo habían encerrado en mi cuarto. Él se tiraba contra las paredes tratando de escapar, vaya usted a saber por qué no usaba la salida, que ni puerta tenía, o por qué yo no se la enseñaba, pero el caso es que Batman seguía ahí, empeñado en meterle la cabeza a las paredes y gritando «¿Dónde están esos canallas?»… «¿Dónde están esos canallas?»

Cuatro carros de patrulla se llevaron a Luisito y el Kinka por la mañana, un poquito antes de las nueve. Fue tanto el barullo y la alteración de la gente en el barrio que a muy pocos se les ocurrió asombrarse por el regreso de Bromelio Saco’etarro. Estaba igualito, como si viniera de sacar los mandados de la bodega y no de estar en la cárcel todo ese tiempo, así que lo único interesante fueron los brincos que daban las nalgas de Nereyda debajo de la bata de casa cuando salió corriendo a recibirlo. Yo no les perdía pie ni pisada mientras trataba de explicarle a Yoyi que nunca había oído a los muchachos hablar de algún plan para irse clandestinos del país, y vi cómo Nereyda nos hacía señas de lo más emocionada para que saludáramos a Bromelio.

Como tío Eusebio estaba al recogerme para ir al río, me puse a desenterrar las lombrices en el patio, y desde allí oí a mamita que le decía al abuelo «¿Usted ve, papá, por qué no queríamos que el muchacho siguiera juntándose con esa gente?» Las lombrices son difíciles de agarrar a veces, mucho más si no ha llovido y los terrones se ponen duros. Luchando para sacarlas sin que se partieran, imaginé lo que estaría diciendo la gente del barrio allá afuera si en ese momento hablaran de mí, o si Nereyda un día hubiera salido corriendo delante de todo el mundo para abrazarme, o si la noche anterior yo hubiera ido cruzando de patio en patio hasta la casa de Luisito y el Kinka para avisarles que la policía iba a llevárselos presos por la mañana.

Pero fue un momentico y pasó enseguida. A fin de cuentas, yo era el mongo nada más.

Ilustración: Margarita García Alonso, El héroe. Creación virtual, formato A4.

Margarita García Alonso: Poeta y artista visual cubana radicada en Francia. Su estética establece una relectura de los códigos simbólicos al uso, lo que puebla su obra de figuras y situaciones en apariencia contradictorias y que, precisamente por eso, operan un sagaz cuestionamiento de la realidad. En la imagen, su "antiselfie".

Anteriores:

Primera estampa mongólica: Bromelio
Segunda estampa mongólica: El héroe
Tercera estampa mongólica: El encuentro
Cuarta estampa mongólica: El sueño
Quinta estampa mongólica: La cabeza
Sexta estampa mongólica: El Mudo
Séptima estampa mongólica: Veneno
Octava estampa mongólica: La letra
Novena estampa mongólica: La bola