Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

martes, 14 de octubre de 2014

La letra


Octava estampa mongólica


Los profesores nos esperaban en la entrada de la escuela para llevarnos directo a las aulas del segundo piso. Aunque no nos dejaron sentar en los lugares de siempre, igual la palabra cartel se filtró flotando entre las filas, sin necesidad de una boca que la pronunciara. Me acuerdo que fue un jueves.

Militares, nada más había dos. Entraron al aula detrás de la Directora y el profe Casimiro, recogieron nuestras maletas, y se las llevaron en el carrito que servía para cargar los libros de la biblioteca. Hasta ahí todo era respirar cada quien por su lado, pero entonces trajeron a Luisito y el Kinka, que habían dejado de ir a clases hacía meses. El bedel los sentó en el fondo del aula, bien separados, y le dio una hoja de papel a cada uno para que escribieran lo que él dictaba. «Es para comparar la letra», susurró Manzanillo a mi izquierda, y el profe Casimiro voceó desde el fondo «¡A callar, gallinas!» Fue ahí que el susto picó.

Casi enseguida empezaron a intercambiarnos, a llevarse a unos para traer a otros de grados distintos; más chiquitos pero más grandes también. El primero en irse fue Manzanillo, y su espalda saliendo del aula me sacó un latido en la garganta. Busqué por la ventana algo que sirviera para mirarlo fijo, como decía el abuelo que debe hacerse cuando uno se siente nervioso. Veneno estaba parado en el balcón de su casita, parecía un aura tiñosa cogiendo sol, lo que era bien raro porque él nunca se asomaba de día, así que mejor traje los ojos otra vez para dentro del aula.

En el extremo derecho habían sentado a Reinier. Verlo mirarse las palmas de las manos con la atención de quien está leyendo algo interesante cantidad, me tranquilizó. Una noche Alexis se salió con que debía de ser bacán estudiar en una escuela que se llamaba igual que tú. Fue cuando todavía los muchachos se reunían en el portal de Felito después de Nocturno, y ahí mismo arrancó la discusión. «¿Serás sansibérico?», saltó Luisito, «¿tú no ves que los profesores andan siempre pendientes de si el hijo del mártir da el ejemplo en todo?» «Caballo, ¿te gustaría tener que encaramarte en la tarima cada vez que hay un acto político en la escuela?», le preguntó el Kinka. Y viendo a Reinier mirarse las palmas de las manos en el otro extremo del aula, volví a pensar que yo tampoco estaría muy contento si una foto en la entrada de la escuela me recordara todos los días a mi papito muerto.

En ese momento la Directora entró al aula con una libreta abierta y se plantó delante del chino. «Casalí, ¿sus padres saben que usted pierde el tiempo haciendo esto en la escuela?», le preguntó mientras nos enseñaba el dibujo de cuatro tipos peludos que cruzaban por la cebra de una calle. «Acompáñeme a la Dirección». Un poco después volvió a aparecer la Directora en la puerta, aunque esa vez no entró. Llevaba en la mano un reloj grueso y redondo colgando de un cordón. «Joseíto, venga a explicarnos qué hace este cronómetro en su maleta». Y la cara que puso Joseíto-el-tejón-rabú me recordó el disfraz de Llanero Solitario que Pepín le había dibujado a José Martí en mi libro de Historia. Cuando al ratico el bedel asomó la cabeza en el aula, las piernas me temblaban tanto que necesitó darme la orden como tres veces para que yo ocupara mi lugar en la fila.

Los estudiantes casi no cabían en la biblioteca y la Directora nos miraba de lo más sonreída. Felicitó a todos por la disciplina con que habíamos realizado el simulacro y dijo que debíamos sentirnos orgullosos de que nuestro plantel estuviera listo para repeler cualquier agresión del enemigo. Dio las gracias a los dos compañeros del Ministerio por su apoyo e informó que a partir de ese momento comenzarían los trabajos para remozar la pintura en la primera planta, de modo que no habría clases hasta el lunes. El «Afuera pueden recoger sus maletas» casi ni se escuchó por el escándalo de los muchachos, y tampoco estoy seguro de si alguien en el molote preguntó «¿Y el cartel entonces?»

Así, la noticia del lunes no fue que los talleres y laboratorios tuvieran una peste insoportable a pintura fresca, eso ya se esperaba, sino que a Reinier le habían dado una beca para continuar los estudios en La Habana. «Por su ejemplar trayectoria», explicó la Directora en el matutino. No me sorprendió. Siempre me había parecido que todo aquel silencio de Reinier era por tristeza. Por tener que ir a una escuela que todos los días le recordaba la muerte de su papito, no importa que hubiera sido luchando por la patria.

Ilustración: Adagio, en dedicación a Armando Villamil (2000), de Natalio Puras Penzo (APECO). Fotografía experimental, Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.

Natalio Puras Penzo (APECO) (1933-2010) es uno de los grandes fotógrafos dominicanos. Ha dejado una obra capital, sobre todo en géneros como el retrato y el autorretrato. Fue uno de los pioneros en República Dominicana del performance y la fotografía experimental.

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