Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

martes, 11 de noviembre de 2014

La lengua del desconcierto



Lo primero que constaté al llegar a la República Dominicana en marzo de 1998 fue que los dominicanos hablaban cantando. Tiempo después, mi segunda conclusión ya resultó un poco más trabajosa, aunque igual de contundente: contrario a lo que suele afirmarse, entre la cultura cubana y la dominicana existen diferencias inmensas… comenzando por las palabras y sus sentidos.

En el relato “A. M.”, primer premio en el Concurso Iberoamericano de Cuento convocado por Casa de Teatro en 2001, hay constancia de lo decisivas que pueden llegar a ser las palabras. Allí, un cubano recién llegado consigue trabajo vendiendo folletos de medicina naturista en las guaguas públicas de Santo Domingo… donde no tarda en tropezar con el desacomodo de las palabras: «[…] aprendí que la papaya había cubierto la putería de su masa con el casto título de lechosa; la noble malanga ganaba punta y terminaba en yautía; la pimienta dulce, tan de mi gusto mosquita muerta, prefirió la vulgaridad de ser malagueta; la guitarrera naranja había tomado la contraseña exótica de china, tan falta de imaginación que ni siquiera llegaba al juguetón chinola; el boniato, dulce y buena gente hasta en sonido, ganó en batata arrogancia musical... y así, con la marcha de los días, fui cruzando un puente de palabras […]».

Era la lengua del desconcierto. Cuando en 2007 el relato ya había sido publicado por la editorial Norma como parte del libro Tres, eran tres, hacía un par de años que venía lidiando yo con la pregunta: ¿Y qué viene ahora? La respuesta era siempre la misma: el más denso y anonadante desconcierto. Desde 2005 y hasta 2012 escribí decenas de bosquejos de cuentos que eran solo impulsos, voces que yo echaba sobre el papel sin saber adónde conducían. Mostraban un solo y doloroso elemento en común: vivían en el puro presente, sin vocación para contar el pasado.

No era solo un asunto de palabras, claro, sino de mecanismos culturales para dialogar con la realidad. Todo lenguaje es una manera singular de entender, subjetivar y recrear la vida. Enfrentarse a una nueva perspectiva para nombrar las cosas, impone la desagradable constatación de que el mundo no es exactamente como creíamos, y esa realidad hasta entonces oculta trastorna nuestros anteriores criterios, valores y seguridades. Aquellas narraciones deshilvanadas eran los agentes de un conflictivo proceso de hibridación; intentaban una búsqueda en el nuevo medio dentro del cual me desenvolvía; tanteaban posibilidades de fusión y mezcla que permitieran fecundar la lengua del desconcierto.

Debieron ser muchos los elementos que participaban en ese proceso. Tengo absoluta conciencia de tres.

Primero, los estudiantes universitarios a quienes dizque yo debía enseñar el español “correcto”, mientras con ellos iba aprendiendo a paladear la lengua de las calles dominicanas, esa que no precisa autorización de las academias para apropiarse de cuanto le dé la gana y engarzar una comunicación tantas veces deslumbrante.

Segundo, un arte contemporáneo en el que artistas y curadores dominicanos mezclaban con total soltura y falta de prejuicio una infinidad de soportes y códigos disímiles, a veces contradictorios, para adelantar procesos colectivos de resignificación que buscaban cuestionar la mirada del otro, retarlo a que abandonara la cómoda posición del espectador.

Tercero, los artistas populares que, a través de un consistente bombardeo creativo, me permitieron descubrir el elemento clave en la vida del dominicano: lo insólito, ese núcleo en torno al cual se define la realidad social del país: desde el transporte público hasta la política; desde las rutinas para el amor hasta las maneras de crear o divertirse.

Y con la conciencia de lo insólito, las narraciones que tan distantes habían parecido entre sí encontraron un punto de reconocimiento. En todas, algo inesperado obliga a una lectura diferente y sorpresiva de la realidad. Aquí, un pájaro azul camina por las paredes de una habitación familiar. Allí, un quieto poblado campesino ve nacer un cíclope. Más allá, un misterioso ronquido cambia la vida de los habitantes en un barrio capitaleño. Todavía después, alguien amenazado por una enfermedad mortal cree poder escuchar el peculiar sonido interior de las cosas y de los seres vivos… en fin, las nueve narraciones que forman El arma secreta se convirtieron, al menos para su autor, en un gozoso entrecruzarse de códigos que ya no eran cubanos ni dominicanos, sino un lenguaje distinto, y por eso mismo capaz de abordar las más exigentes dimensiones expresivas.

La lengua del desconcierto se disipaba y nos hacía dueños de una revelación: los verdaderos tesoros podían no estar allá lejos, donde nuestro arrojo supuso que debía conquistarlos, sino ahí al ladito mismo, en nuestra más palmaria cotidianidad. Y ya que de cotidianidad hablamos, termino con una anécdota.

Hace tres semanas, casi diecisiete años después de aquel marzo de 1998 en que llegué a la República Dominicana, fui a un The Home Depot en Miami. Buscaba unos tornillos con sus respectivas arandelas y quedé anonadado frente a aquellos estantes inmensos, preguntándome cómo era posible que existiera tan bárbara cantidad de tornillos diferentes. Por fin un empleado se apiadó de mi pasmo y me preguntó qué deseaba. Por el cantaíto al hablar, identifiqué que había tropezado con un coterráneo cubano.

El hombre no solo puso en mis manos lo que buscaba, sino que también me fue develando con experta satisfacción el alma intrincada de los tornillos. Los había de carácter punzante o de personalidad roma; algunos tenían cuerpos dignos de fisiculturistas y otros eran de apariencia débil aunque con una terrible tenacidad para el agarre... Al final, el empleado me preguntó afirmando:

–Usted es dominicano, ¿verdad?

–¿Y cómo lo supo? –pregunté yo a mi vez.

Él sonrió con esa suficiencia de la que solo un cubano es capaz y respondió:

–Porque habla cantando. ¿Y de qué parte de Dominicana viene?

Y entonces, habiendo llegado mi turno, le dije:

–De Cuba. Soy dominicano de Cuba.

Él siguió mirándome en silencio, quizás preguntándose si tanta exposición sobre las entrañas fenomenológicas de los tornillos me habría vuelto loco. Pero no quise explicarle. De seguro lo habría confundido más si le hacía saber lo orgulloso que me había hecho sentir su pregunta. Y no precisamente por los tornillos.

Ilustración: Hojas y ojos, de Mario Grullón. Óleo sobre tela, 75.6 x 153.2 cm. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales, Centro León.


La presente entrada es un resumen muy apretado de la conferencia "El escritor híbrido y la lengua del desconcierto", leída el 6 de septiembre de 2014 en la tertulia Letras de la Academia, actividad que organiza la escritora Ofelia Berrido para la Academia Dominicana de la Lengua. Si desea leer la conferencia completa, puede hacer clic aquí.

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Miami, diciembre 5 de 2014


8 comentarios:

  1. Gracias, Miguel. Es apenas un minúsculo grano de cuanto debo a la República Dominicana y a los dominicanos.

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  2. Muy interesante y simpático texto. Me agradó mucho. Lindo rendir agradecimiento a las tierras que nos acogen. Cariños.

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  3. Eso es lo primero que aprende el inmigrante: o te llevas la patria dentro o te mata la nostalgia. O cultivas el cariño (la familia, los amigos, el oficio que amas) o te hundes No soy de los que idealizan a la República Dominicana. Fue muy duro, como lo es para cualquier inmigrante, pero me hizo más esencial y me dejó tocar verdades fundamentales. Con eso y con una cultura popular espléndida, sobra.

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  4. Buen analisis del habla Dominicana,ademas usted trata el tema con mucha profesionalidad y con un aire de aprecio POR esta tierra

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  5. No podía ser de otro modo, Anónimo. Es en realidad poco dar para lo mucho que recibí. La República Dominicana cambió mi vida, me hizo otra persona y otro escritor.

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  6. Querido José: Alguien dijo que la imitación es una forma de mostrar admiración; creo que los cubanos dispersos por el mundo, casi inconscientemente, vamos agregando formas de decir y hasta la entonación del país en que estamos: A ti te pasó con Quisqueya, y a mí con Borinquen. A pocos años de vivir aquí, en una de esas morbosas tertulias que surjían en los salones de espera de las consultas de médico (Ya nosucede, un televisor omnipontente nos calla a todos), de pronto un señor con acento cubano con fuerte influencia española, me interrumpió iracundo: ¡Pero usted no es cubano, usted no habla como cubano! Ay Bendito...Cristóbal Díaz Ayala

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  7. Cristóbal, ya tenemos edad para saber que a veces las cosas "malas" traen resultados "buenos". El exilio y emigración de tantos cubanos ha abierto puertas increíbles a la cultura cubana, que hoy es más diversa y explora caminos hasta ayer impensables. Tu excelente obra de investigador y musicólogo lo demuestra con absoluta nitidez. Hijos de una cultura de mezcla, enriquecer esa mezcla con nuevos y nobles ingredientes no podía sino traer esos resultados, lo que me alegra además porque es un mentiz a los nacionalismos cerrados.

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