Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

miércoles, 25 de junio de 2014

El Mudo


Sexta estampa mongólica


El tren de Contramaestre se fue con el impulso de siempre. Tan distinto al de Santiago, que jamás entraba a su hora y se oía enfurruñado, a lo mejor por tener que cargar gente hasta encima del techo. Y del habanero ni se diga, ese era el peor de todos; sonaba como si se creyera importante. Después que el silbato dejó de oírse más allá de los elevados, me quedé tranquilito en la cama, pensando en lo que dirían los trenes si pudieran hablar.

Al salir para la escuela, tuve que dar una vuelta porque habían cerrado la calle Figueredo y una pila de gente se empujaba tratando de ver qué estaban haciendo los policías en el portal de la esquina, donde habían encontrado a El Mudo con un punzonazo en el corazón. «Más muerto que un muerto», informaba Yoyi a quienes llegaban nuevos. Y opinaba: «Él se lo buscó por fresco y rescabuchador».

Como el profe Jacinto faltó ese día, quedó una hora libre después del receso. Pepín y Alexis querían a jura Dios que bajara con ellos para ver a las muchachas de décimo haciendo Educación Física; pero no, me fui a la biblioteca. La historia con final sorprendente que nos había pedido la profe de Español me salió de un golpe, igualito que si alguien me la hubiera puesto ya escrita en la cabeza. Fui de lo más contento para el aula de Educación Laboral y allí estaba la directora, esperándonos para informar que el profe Jacinto no daría más clases de Historia. Lo habían expulsado por hablar en el aula de no me acuerdo qué libro escrito por un traidor a la patria.

Algunos días llegan como el tren de Santiago, atravesados. Que mataran a El Mudo, pase; dormía en la calle y se masturbaba delante de las mujeres. Pero el profe Jacinto era un tipo diferente. A la salida, Pepín dijo que iba a extrañar los cuentos sobre personajes de la historia que hacía el profe Jacinto. «Él se lo buscó», respondió Manzanillo, «hay cosas que no se pueden decir», y lanzó un bostezo grande. De todas formas, ya tenía escrita mi historia y eso era lo importante, pensaba yo.

Esa tarde, en punto a las cinco, puse rumbo al Parquecito de las Madres y encontré a El Poeta en su banco, cogiéndole la sombra a la estatua. Mientras él leía mi escrito, no dejé de mirarlo fijo a la cara, queriendo adivinar qué le parecía la conversación del muchacho con su mejor amigo, que en la última línea se descubría era un tren. Al terminar no exclamó «¡Qué final tan sorprendente!» Leyó todo de nuevo y por fin dijo «Yo tú, no la entregaría; la gente se asusta con las cosas que le parecen raras». Y se viró como si buscara el apoyo de la estatua para lamentarse «Mírame a mí, que ni trabajo tengo por reconocer que soy espiritista».

Al regreso encontré un revuelo terrible en la cuadra. Resulta que una noche de esas, jugando dominó frente al tostadero, Salomón-la-luna comentó que si El Mudo volvía a propasarse con su nieta, le iba a dar una puñalada. Pues la policía se lo había llevado preso. Nunca supimos quién dio el pitazo. Ese fue un misterio tan grande como la manera en que Salomón-la-luna hubiera podido acertarle un punzonazo en el corazón a El Mudo siendo un viejo que ni podía despachar el arroz en la bodega por el temblor de las manos. Eso opinó tío Eusebio, y papito contestó «Hay que tener cuidado hasta con lo que uno dice delante del espejo».

Llevaba un rato despierto cuando el tren de Contramaestre se fue esa madrugada. Oyendo la alegría y el embullo del silbato que se perdía más allá de los elevados, me convencí de que a él también le parecía extraño ese tanto miedo a decir las cosas. Al final, nadie hablaba menos que El Mudo y era el único que estaba muerto.

Ilustración: Descomposition, indian clear (2014), de Citlally Miranda. Collage. Fotografía sobre papel, 20” x 26”.


Sobre la artista:

Citlally Miranda (Santo Domingo, 1970): Creadora multidisciplinaria, su propuesta visual es el resultado de una intensa búsqueda y arroja una mirada cuestionadora sobre su entorno. Cuando le preguntamos en qué trabajaba ahora, respondió: «Estoy en la fase en que me pregunto cuáles son esos elementos que construyen identidad, y por qué son tan importantes».

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jueves, 5 de junio de 2014

De editores, dioses y delirios



Ocurrió a finales de los sesenta. Cerca de Jiguaní, en Cuba, se construyó un curioso complejo para dirigir la zafra azucarera en la provincia de Oriente. Lo novedoso de la instalación radicaba en que, además de oficinas, salas de reuniones, almacenes, centro de estadísticas, etc., contaba con áreas especializadas para entregarse a la lectura, la creación artística y la práctica deportiva. Quienes allí laboraban –dirigentes, burócratas y profesionales; secretarias, choferes y mensajeros debían dedicar parte de su tiempo a tan edificantes actividades. Los ideólogos de la política cubana confiaban en que un día la humanidad miraría con asombro hacia aquel agreste punto del planeta porque allí se incubaba el hombre integral: incansable trabajador, sagaz para las lides del pensamiento, artista innovador, valiente patriota y tenaz competidor. Todo eso junto y para envidia de los dioses.

Un delirio semejante parece estar creando ahora mismo el desarrollo tecnológico que nos deslumbra. Libros digitales; softwares para la edición, diseño y diagramación; abaratamiento de los sistemas de impresión; posibilidades inauditas de promoción a través de blogs, redes sociales, etc.; plataformas para que usted mismo publique sus libros en Internet, tiendas on line; en fin, una renovación capaz de hacernos creer que los límites no existen y que, por decreto tecnológico, todos somos escritores, editores, diseñadores, diagramadores, correctores, publicistas, especialistas en mercadeo y cualquier otra cosa que fuere necesaria. De ahí a la idea de que los editores son una especie en extinción, condenada a muerte por el advenimiento del novísimo hombre integral, va menos de un paso.

A mi manera de ver, el único cambio realmente notable que se deriva de la nueva circunstancia es la ruptura del monopolio que hasta no hace mucho mantenían las editoriales en la decisión de qué se publicaba y qué no. Cualquier autor de no muy cuantiosos recursos puede convertir hoy su original en libro sin esperar por el visto bueno de un comité de lectura ni por los auspicios de una editorial. Puede además, si lo desea y tiene tiempo, promocionar su obra, mercadearla, controlar la venta y cobrar cantidades de dinero posiblemente muy superiores al por ciento que cualquier editorial le concedería. Es decir, el autor se convierte en su propio empresario. Pero, hasta ahí, estamos hablando de autopublicaciones, no de autoediciones.

Editar es otra cosa. Es el proceso especializado que convierte el original al código específico del libro y le permite dialogar en óptimas condiciones con los lectores, el mercado y el resto de las publicaciones. Claro, está también la siempre necesaria corrección ortotipográfica del texto, pero el trabajo de edición va mucho más lejos. Se produce a través de una compleja relación entre autor y editor cuyo objetivo es el mejoramiento del original a todos los niveles: conceptuales, estilísticos, comunicacionales, etc.; algo para lo cual la experiencia y la perspectiva externa al acto creativo que porta el editor sigue resultando invalorable. Autoeditarse sería poder realizar esa labor sobre el original propio y estoy seguro de que, incluso entre los escritores más profesionales, pocos poseen la aptitud y, sobre todo, el distanciamiento frente a la escritura propia que exige tal labor.

Como cualquier otro profesional hoy, el editor tiene que adaptarse a un contexto que cambia con pasmoso dinamismo. En la misma medida que el código del libro digital se complejiza y el libro impreso busca recursos expresivos para sobrevivir, se hace más necesaria la intervención de profesionales en condiciones de propiciar que los discursos exploten con mayor eficiencia posibilidades comunicativas que hasta hace poco pertenecían a los más delirantes sueños. El centro del asunto sigue estando donde siempre. Luego de haber escapado a la tiranía de las editoriales, toca al autor decidir si quiere que su libro sea un producto bien hecho o un bodrio.

Hace poco, el escritor dominicano Frank Báez me solicitó un artículo sobre este tema para la revista Global. Tratando de cumplir, me dediqué a revisar libros “autoeditados” por autores de mi entorno, tanto aquellos que así lo declaraban, como muchos que escondían tal condición alquilando un sello editorial fantasma. Salvo contadas excepciones, el resultado fue lamentable. Y que conste, no me refiero a la calidad intrínseca de los textos en eso, como siempre, había para todos los (dis)gustos, sino al desconocimiento de las interioridades que forman el código del libro, esos signos, estructuras y recursos que usted necesita dominar, mucho más si aspira a innovarlos.

Esta reflexión, además, se apuntala en otra experiencia reciente. Durante las últimas semanas he estado trabajando en la preparación de mi libro de cuentos “El arma secreta” con el equipo de la Editora Nacional de la República Dominicana que dirige el poeta León Félix Batista. No sé si de ahí saldrá un buen libro –al menos, no soy la persona más indicada para juzgarlo–, pero sí puedo afirmar que será mejor de lo que el original prometía gracias al diálogo del autor con el equipo editorial, algo que me refuerza una convicción cada vez mejor añejada: treinta y tantos años ejerciendo como editor no garantizan que editarme a mí mismo sea la mejor opción.

Volviendo al principio, debo aclarar que aquel novedoso centro de dirección de zafra ubicado en la zona de El Yarey pasó a ser tiempo después una escuela de instructores de arte y, si no miente el cartel que han colocado en la carretera central, es hoy un centro turístico. La idea de los vacacionistas echados al sol en el mismo lugar donde debió brotar el hombre integral que el afán político concibiera me refuerza otra convicción esencial: cada vez que el ser humano ha intentado emular a los dioses, lo único que ha logrado es distanciarse de sí mismo.

Ilustración: Selfie de la escritora y editora cubana Odette Alonso. ¿Se imaginan si el autor de la cuartilla que muestra hubiera decidido autoeditarse?