Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

miércoles, 26 de febrero de 2014

El encuentro

Tercera estampa mongólica



Era fácil saber cuándo papito llegaba con tragos. Traía cara de perro triste y repetía bajito «¡Complicadas que son las mujeres, coño!» Un día se lo comenté a Pepín y él le dio la razón; es más, dijo «Por eso mi héroe secreto no tiene mujer». Verdad, el Llanero Solitario siempre andaba con un indio. Para que vean, Pepín era negro y tenía un héroe secreto blanco; mientras Luisito, que era blanco, había escogido de héroe secreto a un africano que corría descalzo. Abebe Bikila se llamaba.

No me acuerdo quién fue el primero en tener héroe secreto, pero sí cuándo los muchachos empezaron la moda. Los mártires de la historia no servían para ganar las discusiones que se formaban en el portal de Felito después del programa Nocturno. Eran demasiado buenos y estaban muertos. Por eso empezamos a tener dos héroes, uno que se podía nombrar delante de quien fuera y otro secreto, con poderes para hacer las mejores trampas. Qué furor. Hoy aparecía Kinka diciendo que el suyo era Fantomas y mañana venía Alexis con que se había decidido por Dillinger. Yo fui el último en tenerlo, y si lo busqué, fue para que los muchachos no siguieran diciendo que mi héroe secreto era el Bobo de la Yuca.

Escogí a Bartolito-pata-tiesa. Desde niño lo había visto cayéndose de borracho por las calles, pero no supe de su arma poderosa hasta un domingo en Pompita. Ese día, mientras le daba vueltas a la vara del macho asao y se empinaba una botella de ron Pinilla, tío Eusebio contó que Bartolito-pata-tiesa retaba a los bebedores en los bares «Te apuesto un trago a que yo parto esta gallera dándole con mi caoba». Eso decía, y si el otro aceptaba, él sacaba el pirulí y ¡pran!, rompía la galleta con un solo golpe. No cualquier galleta, aclaró tío Eusebio, era una de esas gordas que repartían antes en los velorios de los guajiros. La noche del día siguiente, en el portal de Felito, cuando dije que mi héroe secreto resolvía todos los peligros usando su pirulí, los muchachos aplaudieron. «Coño, mongo, apretaste», repetía Kinka sin parar de reírse.

Así fueron las cosas hasta que ocurrió el encuentro frente al Parquecito de las Madres. Yo regresaba de entregar una tarea de Biología y me llegué para saludar a El Poeta, que estaba sentado en el banco de siempre. Ni caso me hizo él. Señaló nada más hacia un negro gordo y dientú que iba por la calle junto con otros dos. Me quedé tranquilo, esperando que pasaran los hombres, y en eso vi que mi héroe secreto venía dando tumbos en dirección contraria. Al momento de cruzarse con el negro y los otros dos, Bartolito-pata-tiesa les bloqueó la acera apoyando la mano izquierda en la fachada de una casa. Se sacó el pirulí con la mano derecha y preguntó mirando a los tres hombres «¿Qué te parece, Bola?» Todo el mundo quedó patidifuso, menos el negro gordo. Ese se acercó a Bartolito-pata-tiesa y examinó con mucha atención su pirulí. Entonces miró hacia los que estábamos en el parquecito y dijo riéndose «¡Increíble, una como esa solo la vi en el Congo!»

Después El Poeta no quiso explicar. Me llevó a la segunda planta de la biblioteca y sacó un lomplei donde estaba el negro gordo muerto de la risa delante de un piano. No tenía una voz así linda como la de Luisa María Güel, vaya, pero era divertido hasta cuando cantaba canciones tristes. Bartolito-pata-tiesa ya no podía ser mi héroe secreto, él y su arma poderosa habían sido derrotados por un tipo ronco que nada más se reía.

Pues yo, que fui el último en escoger héroe secreto, al final tenía tres. Uno para mencionarlo en la escuela y las actividades de la cuadra. Bartolito-pata-tiesa para competir en el portal de Felito. Y Bola para mí solo. Ni loco iba a confesar delante de los muchachos que mi héroe secreto era un negro pájaro al que, para colmo, le decían Bola de Nieve. ¿Complicado? Bueno, como El Poeta, que no escribía poemas; era espiritista y montaba el muerto de una señora que hablaba en versos. O como las mujeres que decía papito cuando llegaba a casa con tragos y cara de perro triste.

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miércoles, 5 de febrero de 2014

García Ibáñez o la gracia de perder



Hay en la palabra sin intermediarios un estremecimiento que ninguna tecnología puede captar, una intensidad de vida que proviene de su condición efímera. La primera vez que conversé con Roberto García Ibáñez fue en Santiago de Cuba durante los años ochenta. Sonreía cuando dijo: «Ayer me invitaron a un ballet. ¿Y cuánto dura la función?, les pregunté. Dos horas, me respondieron. Ah, pues no voy, les dije, me es imposible estar dos horas callado». Cuando García Ibáñez narraba la historia –la vivida, que era mucha; y la soñada, que era todavía más–, los héroes se desalmidonaban, las actitudes valerosas se encogían hasta endosar la estatura de los seres humanos y los acontecimientos escapaban a la ñoña cantaleta de la patria sublimada para instalarse en las mínimas y complejas circunstancias de los mortales.

García Ibáñez conoció mucho esas mínimas y complejas circunstancias. El 26 de julio de 1953, mientras Santiago de Cuba amanecía y él celebraba los carnavales en El Rancho –por entonces un exclusivo lugar para el esparcimiento a la salida de la ciudad–, escuchó disparos y pensó que eran fuegos artificiales. Al salir el sol se enteró de que habían asaltado el cuartel Moncada y un poco después llegó la policía a su casa de Vista Alegre para ponerlo preso bajo la sospecha de ser el autor intelectual del asalto comandado por Fidel Castro. ¿Las razones? Una inquieta carrera política, que incluía su participación en la lucha contra Gerardo Machado; su amistad y colaboración con Antonio Guiteras; su cercanía a Eduardo Chibás y al Partido Ortodoxo, del que fue representante a la Cámara y donde había trabado conocimiento con Fidel Castro; su oposición irrestricta al golpe de Estado de Fulgencio Batista en 1952; etc.

En el llamado Juicio del Moncada, García Ibáñez fue hallado inocente. Paradójicamente, el triunfo revolucionario de 1959 lo condenó al limbo intelectual. Fue marginado por su condición de burgués y por su notable participación en la política republicana. Para la vertical ortodoxia revolucionaria de aquellos tiempos, él era la representación de un pasado que se buscaba borrar, una mancha que no se avenía con la inmaculada pureza ideológica de la nueva era. Sería necesaria la llegada de los años ochenta –es decir, más de veinte años despuéspara que el escritor, historiador y antropólogo Joel James, desde la Casa del Caribe en Santiago de Cuba, consiguiera el permiso para que García Ibáñez hablara en público sobre aquello que conocía de primera mano: la historia republicana de Cuba.

Pura agilidad mental y sentido del humor, eso era García Ibáñez. Al terminar su primera intervención pública permitida, un joven levantó la mano y comenzó a preguntar diciendo: «Como usted sufrió el capitalismo, yo quisiera saber…» El conferencista lo interrumpió: «Perdón, joven. Otros habrán sufrido el capitalismo, yo lo disfruté». Narrador oral de los grandes, en su voz ligera para el chiste y sabia en inflexiones los protagonistas de la historia nos interpelaban de igual a igual, traspasaban un saber indispensable para vivir nuestras nada excepcionales vidas. Una sola anécdota suya lograba lo que rara vez consiguen los maestros de historia: Hacernos conscientes de que los orígenes son una parte viva y esencial de lo que somos en el presente y seremos en el futuro.

Mucho intentó Joel que García Ibáñez permitiera grabar sus testimonios sobre Chibás y la Ortodoxia en Cuba. Nunca aceptó, ni siquiera bajo la promesa de que no se publicaría una sola letra antes de su muerte. Lo suyo era la palabra viva. Años después accedió a que algunas de sus anécdotas fueran incluidas en un número de la revista Del Caribe dedicado a la tradición oral. Fue, si mal no recuerdo, en 1997 y su memoria ya no era la de otros tiempos. Tres de esas anécdotas –las más breves, que no necesariamente son las mejores– pueden leerse al final de este texto. Claro que, transcritas así, son solo un pobre recuerdo de la voz que en su momento les dio vida.

La última vez que lo vi, el hombre que había sido presidente del Vista Alegre Tennis Club caminaba bajo el sol inclemente de Santiago de Cuba con una jaba de saco de yute en la mano derecha. Regresaba a su casa luego de comprar las vituallas que le asignaba la libreta de abastecimiento. Se detuvo y sonrió como siempre. Me preguntó: «¿Sabes que después de su participación en la fracasada expedición de Cayo Confites contra Trujillo, en 1947, Fidel Castro fue a verme al Club San Carlos para pedirme 50 pesos prestados con los cuales regresar a La Habana? Nunca me los devolvió ni yo quiero que me los devuelva. Prefiero que siga debiéndomelos».

En el fondo, cada narrador oral auténtico es un perdedor ganancioso. Tiene conciencia de que un día su voz desaparecerá y solo quedará en la memoria –igualmente perecedera– de quienes le escucharon. Esa es también su más rotunda victoria, aquello que los hace únicos, originales, irrepetibles. Tal es el caso de Roberto García Ibáñez, que supo perder con inigualable gracia. Murió poco tiempo después de aquel último encuentro nuestro en Santiago de Cuba. Yo no estaba allí, pero hay algo de lo que estoy seguro: Murió sonriendo.

Foto: Roberto García Ibáñez junto al líder de la Ortodoxia cubana Eduardo Chibás. Debo la foto a la amabilidad del poeta León Estrada.

Tres anécdotas de Roberto García Ibáñez

Las balas no curvean

Habíamos organizado un mitin contra Machado en la Alameda, aquí en Santiago, y allí fuimos. Estaban andando los discursos y las consignas, cuando llegó la policía y comenzó a disparar. Pues todo el mundo se mandó a correr. Voy corriendo como un loco y me pasa por al lado un negro enorme que me dice:

¡Doble en la esquina, dóctor, doble en la esquina que las balas no curvean!

Porque te vendiste

Alberto Giraudy fue juez aquí, en Santiago de Cuba. Fue a Bayamo. Él había ido en la campaña presidencial de 1940 defendiendo la candidatura de Ramón Grau San Martín. En 1944 volvió, pero contra Grau. Empezó a hablar:

–En esta misma plaza, en esta misma tribuna dije que Grau San Martín era un grande hombre y que merecía dirigir los destinos de la patria. Ahora, cuatro años después, vengo a decir todo lo contrario. ¿Saben ustedes por qué?

Y grita uno desde el público:

–¡Porque te vendiste, hijo de la gran puta!

Mejor a espada

Una vez, por el año cincuenta, estoy sentado con Eddy Chibás en El Patio, que en aquella época estaba en Prado casi llegando a Malecón. En eso entra Eric Agüero, a quien él siempre nombraba padrino en sus duelos. Después que habla con él, me dice Eddy:

–Chico, estoy preocupado porque tengo un duelo y va a ser a sable. Yo preferiría que fuera a espada.

–Pero tú no sabes un carajo de sable ni de espada –le digo.

Eddy pone la carita de pícaro que ponía en esos casos y me dice:

–¿Tú le has visto la punta a una espada? Parece una aguja de coser. Cuando el contrario vea esa puntica, seguro que se apendeja. Y como yo no veo na, a mí me da lo mismo.