¿Qué pasa cuando una ciudad tiene el juvenil atrevimiento de cumplir
quinientos años? No me refiero a qué le pasa a la ciudad sino a quienes nacimos
en ella. A propósito de que Bayamo –la tierra que
mis abuelos gallegos decidieron hacer suya cuando salieron a hacer las Américas–, arriba a esa edad en este noviembre, la también bayamesa revista
Ventana Sur me solicitó un texto.
Querían sonsacar –eso dijeron– la mirada del hijo
distante, medio desaprensivo y para nada patriotero. Les advertí de los daños
colaterales que podría traer el ponernos a hurgar en un amor tan contradictorio
como este, pero –tercos que son– insistieron. Aquí va, pues.
Me produce una particular admiración la forma en que mis coterráneos bayameses,
desde los rincones más diversos del planeta, comparten fotos del pueblo natal a
través de Internet, en un amoroso esfuerzo por apropiarse del espacio
originario diseñando un modelo virtual a la escala de su cariño. Sin embargo, en
la misma medida de esa admiración, me resulta imposible sentir la nostalgia –a veces exaltada, a
veces tristona– que por lo general despliegan al reconocer el parque donde de
niños jugaban, la esquina en que su padre plantaba la mesa de dominó o la casa
de la prima que hizo la niñez un poco más hermosa.
Detesto la nostalgia porque es una sublimación del pasado entendido
como pérdida, como un cúmulo de espacios, momentos y personas idos para siempre.
O sea, el ser nostálgico brota de la convicción –consciente o inconsciente– de que la
felicidad existió en algún momento y ya no está más en el presente ni estará en
el futuro. Recordemos que lo vivido es un tiempo manso, terminado, que por lo
general no puede sorprendernos, y esa condición lo hace parecer más amistoso
que el ahora retador o el mañana inquietante. Pero esa apreciación es falsa, no
siempre el pasado fue mejor. Somos nosotros quienes lo despojamos de su costado
hiriente para quedarnos solo con los buenos recuerdos y evitar el dolor de los
malos. La nostalgia es, entonces, una trampa, una mentira que debilita a quien
la siente y no le permite enfrentar con entereza la vida que le espera por delante.
Soy incapaz de sentir nostalgia por Bayamo porque fue mi elección no
regresar a trabajar en mi pueblo natal tras graduarme en la Universidad de
Oriente, en 1979. Lo hice bajo el absoluto convencimiento de que en Santiago de
Cuba había más posibilidades para desarrollar la carrera de escritor a la que
he dedicado cada gramo de esfuerzo que la vida me ha permitido hasta hoy.
Cuando veinte años después entendí que ya no encontraba en el medio cultural
santiaguero las motivaciones y los espacios que necesitaba, tampoco regresé a
Bayamo, sino que me alejé aún más: Fui a trabajar en la República Dominicana.
Entre la nostalgia y el futuro, en ambos casos elegí el futuro y, más de treinta
años después, no me arrepiento. Creo que fui honesto con mi origen y conmigo
mismo.
En Bayamo queda la casa donde fui niño y adolescente, el recuerdo de la
familia que me formó, muchos de los amigos entre los cuales se cocieron mis
mejores virtudes y mis peores defectos. Como a todos les debo la obligación de
ser la persona más productiva y honesta que me sea posible, opté por las
oportunidades que me permitirían ir más lejos en ese propósito. Y, habiendo derrotado
la nostalgia, pude también salvar la memoria de mi pueblo: Durante casi
cuarenta años nunca he sido el tipo que se fue de Bayamo, sino el que siempre
regresa. La fidelidad tiene muchas formas y esta es al menos tan auténtica como
cualquiera otra. Cuidado si no más.
¿Qué es Bayamo para mí? Muchas cosas que vienen del pasado u ocurren ahora
mismo en un lugar distante, pero que nunca me llegan como recuerdos o
añoranzas. Están vivas dentro de mí, son reconocibles en mi forma de decir, me
siguen aconsejando a la hora de tomar una decisión, me empujan hacia la cordura
o el desvarío, según cuál de estas actitudes sea la pertinente en cada momento.
Bayamo es el íntimo olor a hogar, la estela del gesto campesino, el sonido eufórico
del tren en la madrugada, la ceiba que por mucho tiempo asumió la representación
de lo enorme, el diálogo afilado y entrañable con el río al que nos íbamos sin
permiso una tarde sí y la otra también. En fin, Bayamo es la conciencia de esa
cultura vegetal y juguetona que comparto con muchos, que me entrega las mejores
armas para enfrentar con posibilidades de éxito los retos y asechanzas de una vida
tantas veces intratable. Hombre de pocos miedos como soy, el mar siempre me
infunde respeto, me inquieta. Es que pertenezco a la cultura del río, de
focalización más intensa que extensa; más profunda que intimidante.
Por eso no necesito sentirme triste o feliz ante la foto de un parque,
una esquina o la casa de una prima. En cada pálpito de mi vida, Bayamo está
ocurriendo siempre. Víctor Montero diserta sobre pelota o jazz parado en una
esquina. María Luisa Milanés aprieta el gatillo de su último verso. Aquella
muchacha nueva y hermosa vuelve a decirme que sí. De la Vega pasa repartiendo periódicos
que no dan noticias. Juan Salvador e Hiram me retan a un duelo –ron peleón mediante– para
ver quién sabe mejores cuentos de relajo. Alguien que todavía no es estatua
escribe la letra del himno nacional. Martínez Fajardo despide un duelo. Rita la Caimana
tira un pasillo de gruesa sabrosura. Las campanas de la Iglesia Mayor tañen el
tiempo presente. El Guayabero nos amanece en el parque Céspedes ritmando el
doble sentido. Y Nena, mi madrecita, termina de hacer un dulce que mis
compañeros de estudio enfriarán delante del ventilador, apremiados por una juventud
eterna e invencible, capaz de derrotar a la mismísima muerte. Tanta gente y
tantas cosas…
Quiero decirlo ahora que mi pueblo cumple medio milenio. Bayamo es una
fértil réplica de mí mismo que me ha crecido dentro y va llenando de fibras
cuanto escribo. Algunas son visibles. Otras se dejan sospechar. La mayoría hay
que buscarlas literatura adentro. Es más que una ciudad real tendida sobre un
llano inabarcable, es un conjuro contra la desdicha que me ha dado quinientas
razones para derrotar la nostalgia. Porque donde yo esté, en ese mínimo punto
de la sensibilidad humana, ahí mismo está Bayamo.
Fotos: Karenia Guillarón