Después de
publicado en el blog el texto “Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?”
(ver más abajo), recibí numerosas comunicaciones de amigos con recuerdos sobre
el singular personaje que recorría las calles de Bayamo en los años sesenta. Pero
ninguna fue tan sorprendente como esta, en que la escritora y amiga
América Santoya Arévalo aclara la identidad real de aquel Che que nuestra
imaginación infantil fabuló hasta convertirlo en una ficción. Gracias
a América, Che vuelve a mirarme desde la foto como lo hizo el día aquel en que tuvo
a bien enseñarme el sitio exacto por donde le entra el agua al coco. (Fernández
Pequeño)
Una amiga bayamesa que vive en la diáspora –y por tanto tiene la posibilidad leer el blog Palabras del que no está– me hizo llegar el texto “Dime, Che, ¿por dónde
le entra el agua al coco?” Al principio pensé que se refería al Che Guevara,
pero cuando lo leí, me di cuenta de que trataba sobre mi tío abuelo José
Enrique Arceo Serrano, alias el Che, el hermano mimado de mi abuela materna,
Ofelia Arceo, quien siempre vivió en mi casa, es decir, en la casa bayamesa de
la familia Arévalo-Arceo.
El Che fue un personaje en mi familia, con un
destino trágico, marcado desde el inicio por la enfermedad y el dolor. Su
madre, mi bisabuela Teófila Arceo, padeció de viruelas durante su embarazo. Alrededor
de los 7 años, él fue víctima de la poliomielitis, de ahí su discapacidad motora
y la vulnerabilidad de su salud mental. Cuenta mi madre que el Che era en
extremo inteligente, venció el sexto grado en el aula de mi abuelo Antonio
Arévalo y luego trabajó como vendedor de tabacos en la fábrica Moya. Era un
lector incansable, amante de la música, decimista, improvisador y un matemático
excelente.
Realizando unas ventas de tabaco en la zona de
Guisa, en los años 1957-1958, durante la lucha entre el Ejército Rebelde y el
de Fulgencio Batista, desapareció durante días, y cuando regresó, hablaba sobre
hechos de sangre, torturas, amenazas. Había perdido completamente la razón. Nadie
llegaría a saber nunca qué le ocurrió. Ingresó en el Hospital Psiquiátrico de
la Habana y recibió el diagnóstico de esquizofrenia paranoide, enfermedad
que padeció hasta en fin de sus días.
De chica, recuerdo su conocimiento de la música
popular cubana y cómo cantaba guarachas, boleros y sones. Recuerdo también sus
improvisaciones, sus libretas y más libretas escritas con décimas en aquella
caligrafía impecable; sus cálculos interminables; su adicción al café y al
cigarro; y sus problemas para el baño, que se convertía en un drama para la
familia. Con nosotras era muy tierno, siempre nos decía niñas, niñas, no
empujen, cuando tratábamos de que hiciera o dejara de hacer algo.
El Che también ayudaba a mi tío, el Dr. Amaury
Arévalo, en el laboratorio de su casa, sita en la calle 26 de julio casi
esquina a Lora, la misma cuadra donde creció Fernández Pequeño, razón por la
cual es posible comprender que el Che formara parte de su vida.
América Santoya
No hay comentarios:
Publicar un comentario