Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

miércoles, 14 de agosto de 2013

¿Quién era el verdadero Che?




Después de publicado en el blog el texto “Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” (ver más abajo), recibí numerosas comunicaciones de amigos con recuerdos sobre el singular personaje que recorría las calles de Bayamo en los años sesenta. Pero ninguna fue tan sorprendente como esta, en que la escritora y  amiga América Santoya Arévalo aclara la identidad real de aquel Che que nuestra imaginación infantil fabuló hasta convertirlo en una ficción. Gracias a América, Che vuelve a mirarme desde la foto como lo hizo el día aquel en que tuvo a bien enseñarme el sitio exacto por donde le entra el agua al coco. (Fernández Pequeño)


Una amiga bayamesa que vive en la diáspora y por tanto tiene la posibilidad leer el blog Palabras del que no estáme hizo llegar el texto “Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” Al principio pensé que se refería al Che Guevara, pero cuando lo leí, me di cuenta de que trataba sobre mi tío abuelo José Enrique Arceo Serrano, alias el Che, el hermano mimado de mi abuela materna, Ofelia Arceo, quien siempre vivió en mi casa, es decir, en la casa bayamesa de la familia Arévalo-Arceo.

El Che fue un personaje en mi familia, con un destino trágico, marcado desde el inicio por la enfermedad y el dolor. Su madre, mi bisabuela Teófila Arceo, padeció de viruelas durante su embarazo. Alrededor de los 7 años, él fue víctima de la poliomielitis, de ahí su discapacidad motora y la vulnerabilidad de su salud mental. Cuenta mi madre que el Che era en extremo inteligente, venció el sexto grado en el aula de mi abuelo Antonio Arévalo y luego trabajó como vendedor de tabacos en la fábrica Moya. Era un lector incansable, amante de la música, decimista, improvisador y un matemático excelente.

Realizando unas ventas de tabaco en la zona de Guisa, en los años 1957-1958, durante la lucha entre el Ejército Rebelde y el de Fulgencio Batista, desapareció durante días, y cuando regresó, hablaba sobre hechos de sangre, torturas, amenazas. Había perdido completamente la razón. Nadie llegaría a saber nunca qué le ocurrió. Ingresó en el Hospital Psiquiátrico de la Habana y recibió el diagnóstico de esquizofrenia paranoide, enfermedad que padeció hasta en fin de sus días.

De chica, recuerdo su conocimiento de la música popular cubana y cómo cantaba guarachas, boleros y sones. Recuerdo también sus improvisaciones, sus libretas y más libretas escritas con décimas en aquella caligrafía impecable; sus cálculos interminables; su adicción al café y al cigarro; y sus problemas para el baño, que se convertía en un drama para la familia. Con nosotras era muy tierno, siempre nos decía niñas, niñas, no empujen, cuando tratábamos de que hiciera o dejara de hacer algo.

El Che también ayudaba a mi tío, el Dr. Amaury Arévalo, en el laboratorio de su casa, sita en la calle 26 de julio casi esquina a Lora, la misma cuadra donde creció Fernández Pequeño, razón por la cual es posible comprender que el Che formara parte de su vida. 

América Santoya