Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

martes, 18 de junio de 2013

Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?



 
Che vivía cerca de casa y, como casi todas las personas interesantes, tenía una apariencia anodina. Caminaba por las calles de Bayamo arrastrando una pierna (no recuerdo si la derecha o la izquierda) y con el brazo del mismo lado encogido contra el pecho. Era muy flaco y nervudo, no demasiado alto, y desandaba todo el pueblo mirando hacia el piso, murmurando para sí mismo. Había en su ensimismamiento, en su capacidad para aislarse entre la gente, un detalle suavemente incógnito. Pero entonces no pensábamos en eso, no había tiempo. Veíamos a Che como el misterio que no exigía distancia ni respeto, y eso significaba mucho en un país invadido de héroes gloriosos a los que debíamos imitar sin más preguntas.
En fin, Che era algo así como un genio al alcance de la mano. Sobre él, de presencia tan liviana, se tejían varias historias. Dos de ellas merecen ser citadas. Según una, había sido un estudiante de medicina brillante, una real lumbrera que se perturbó de tanto estudiar. La otra también hablaba de alguien dedicado al estudio pero que, además, había sido un pitcher de recta candente, al que un mal pelotazo en la cabeza frustró un brillante futuro científico. Nuestros padres preferían la segunda historia, y solían esgrimirla como ejemplo de cuán peligrosa era aquella propensión nuestra a pasarnos el santo el día jugando pelota. Para nosotros, por el contrario, nada era tan adecuado como la primera historia, que nos permitía recordar a nuestros padres lo dañino que podía ser el demasiado estudio. Ahí estaba Che, el loco manso, para probarlo.
El ritual callejero en torno a Che resultaba simple. La gente lo detenía para preguntarle cualquier cosa (¿por qué las nubes se mueven?, ¿cuál es la fórmula del café?, ¿cómo se define la peste a grajo?) y él, con la mayor amabilidad, se largaba una pormenorizada, muy seria y “científica” explicación en la que mezclaba datos provenientes de cuanta fuente validatoria (filosófica, matemática, religiosa, etc.) existiera o pudiese ser inventada. Al final, nosotros reíamos y Che continuaba su camino en paz. A fin de cuentas, parecía un intercambio en el que todos ganábamos: nosotros nos divertíamos y Che pagaba una suerte de peaje social que le garantizaba su equilibrada inserción dentro del grupo. Eso creí durante mucho tiempo, y probablemente así seguiría pensando de no haber existido aquel asfixiante mediodía de verano en que yo regresaba de la escuela y lo encontré en la calle Lora.
Fue justo entre Zenea y 26 de Julio. Como era habitual, no dudé en detenerlo con una pregunta que ya le había hecho varias veces antes y siempre había obtenido una respuesta diferente, aunque igual de disparatada: “Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” Él me miró en medio de aquel calor que derretía hasta los pensamientos, casi seguro tan atenazado como yo por un hambre demoledora, y respondió: “¿Usted es idiota? ¿Por dónde va a ser? ¡Por los vasos capilares!” Y siguió su camino murmurando.
Al principio quedé sorprendido. Más tarde me divirtió su manera brusca de romper lo que hasta ese momento había sido un pacto social inviolable. Al fin y al cabo, también la paciencia de Che tenía un límite. Pero con los años me ha ido creciendo la duda de si ese día Che no quiso enviar un mensaje a través de mí, si no me estaba eligiendo para dejarnos el  inquietante testimonio de que en realidad aquellas disparatadas explicaciones suyas eran una puesta en escena, nada más una estrategia para agarrarnos de pendejos y burlarse de nuestra crédula cordura. No sé, la verdad; a estas alturas no estoy seguro de quién hacía el papel de loco manso: si él o nosotros.