Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

jueves, 19 de diciembre de 2013

Bromelio

Primera estampa mongólica


Como felicitación porque 2013 termina y todavía estamos aquí para vivir su final, les dejo esta estampa mongólica, recuerdo de un tiempo que nunca fue pero que gozamos igual.

A Bromelio le decían Saco’etarro. Y la verdad, no sé por qué. Por mucho que lo vigilaba, nunca vi que tuviera tarros guardados en un saco. A veces, cuando el abuelo sacaba los dos taburetes para la acera, allá por las seis y media, y nos sentábamos a esperar que pasara el hombre de los helados empujando el carro y sonando las campanitas, yo me entretenía pensando si uno de esos días vería a Bromelio salir al frente de su casa con el saco y entonces nos enseñaría la maravilla de tarros que coleccionaba. Los habría grandes y bolos, chiquitos y puntiagudos, unos bien curvos y otros más rectos… a fin de cuentas, razonaba yo, por algo le dicen Saco’etarro a un tipo, no va a ser porque sí y ya. Tanto vigilaba yo a Bromelio que un día me dijo «Oye, mongólico, ¿no tienes otro lugar para dónde mirar?» Aunque no puedo asegurar si me lo dijo porque lo estaba mirando a él o a Nereida, su mujer. Ese, cuando Nereida estaba presente, era el único momento en que yo no podía vigilar bien a Bromelio. No era que no quisiera, estemos claros, es que era imposible separar los ojos del fondillo de Nereida, grande y levantado como las lomas de la Sierra Maestra. Solo que el fondillo de Nereida estaba ahí delante y las lomas de la Sierra se veían lejísimo y opacas por las brumas. Pero no nos desviemos del tema. El día que Bromelio entró en la casa de Pablito-rompe-puertas y le cortó la cabeza con un machete, se formó el acabose en el barrio y yo pude asomarme cuando la policía registró su casa. Fueron amontonando todas sus cosas en el patio y, les juro, no había ningún saco de tarros. Esa noche comencé a pensar que quizás los tenía en otro lugar, vaya usted a ver si Bromelio no los llevaba encima. Se me ocurrió pensar eso porque a la hora de la sopa papito dijo «Mira tú, si ese hombre era más manso que un buey». Y mamita contestó «Cuando yo lo digo, hay mujeres peores que las perras». Y entonces sí que no entendí nada. Que se supiera, Nereida no le había dado el machete a Bromelio para que matara a Pablito-rompe-puertas; es más, ni estaba en la casa cuando pasó esa desgracia que me dejaba sin saber dónde Bromelio escondía el saco de tarros. Nada, que el mundo es un lugar más bien incomprensible.

Foto: Karenia Guillarón. Tomada en el Museo de Cera de Bayamo.

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Segunda estampa mongólica: El héroe

lunes, 25 de noviembre de 2013

Ahora que Bayamo cumple quinientos años



¿Qué pasa cuando una ciudad tiene el juvenil atrevimiento de cumplir quinientos años? No me refiero a qué le pasa a la ciudad sino a quienes nacimos en ella. A propósito de que Bayamo la tierra que mis abuelos gallegos decidieron hacer suya cuando salieron a hacer las Américas, arriba a esa edad en este noviembre, la también bayamesa revista Ventana Sur me solicitó un texto. Querían sonsacar –eso dijeron– la mirada del hijo distante, medio desaprensivo y para nada patriotero. Les advertí de los daños colaterales que podría traer el ponernos a hurgar en un amor tan contradictorio como este, pero –tercos que son– insistieron. Aquí va, pues.

Me produce una particular admiración la forma en que mis coterráneos bayameses, desde los rincones más diversos del planeta, comparten fotos del pueblo natal a través de Internet, en un amoroso esfuerzo por apropiarse del espacio originario diseñando un modelo virtual a la escala de su cariño. Sin embargo, en la misma medida de esa admiración, me resulta imposible sentir la nostalgia –a veces exaltada, a veces tristonaque por lo general despliegan al reconocer el parque donde de niños jugaban, la esquina en que su padre plantaba la mesa de dominó o la casa de la prima que hizo la niñez un poco más hermosa.

Detesto la nostalgia porque es una sublimación del pasado entendido como pérdida, como un cúmulo de espacios, momentos y personas idos para siempre. O sea, el ser nostálgico brota de la convicción consciente o inconsciente de que la felicidad existió en algún momento y ya no está más en el presente ni estará en el futuro. Recordemos que lo vivido es un tiempo manso, terminado, que por lo general no puede sorprendernos, y esa condición lo hace parecer más amistoso que el ahora retador o el mañana inquietante. Pero esa apreciación es falsa, no siempre el pasado fue mejor. Somos nosotros quienes lo despojamos de su costado hiriente para quedarnos solo con los buenos recuerdos y evitar el dolor de los malos. La nostalgia es, entonces, una trampa, una mentira que debilita a quien la siente y no le permite enfrentar con entereza la vida que le espera por delante.

Soy incapaz de sentir nostalgia por Bayamo porque fue mi elección no regresar a trabajar en mi pueblo natal tras graduarme en la Universidad de Oriente, en 1979. Lo hice bajo el absoluto convencimiento de que en Santiago de Cuba había más posibilidades para desarrollar la carrera de escritor a la que he dedicado cada gramo de esfuerzo que la vida me ha permitido hasta hoy. Cuando veinte años después entendí que ya no encontraba en el medio cultural santiaguero las motivaciones y los espacios que necesitaba, tampoco regresé a Bayamo, sino que me alejé aún más: Fui a trabajar en la República Dominicana. Entre la nostalgia y el futuro, en ambos casos elegí el futuro y, más de treinta años después, no me arrepiento. Creo que fui honesto con mi origen y conmigo mismo.

En Bayamo queda la casa donde fui niño y adolescente, el recuerdo de la familia que me formó, muchos de los amigos entre los cuales se cocieron mis mejores virtudes y mis peores defectos. Como a todos les debo la obligación de ser la persona más productiva y honesta que me sea posible, opté por las oportunidades que me permitirían ir más lejos en ese propósito. Y, habiendo derrotado la nostalgia, pude también salvar la memoria de mi pueblo: Durante casi cuarenta años nunca he sido el tipo que se fue de Bayamo, sino el que siempre regresa. La fidelidad tiene muchas formas y esta es al menos tan auténtica como cualquiera otra. Cuidado si no más.

¿Qué es Bayamo para mí? Muchas cosas que vienen del pasado u ocurren ahora mismo en un lugar distante, pero que nunca me llegan como recuerdos o añoranzas. Están vivas dentro de mí, son reconocibles en mi forma de decir, me siguen aconsejando a la hora de tomar una decisión, me empujan hacia la cordura o el desvarío, según cuál de estas actitudes sea la pertinente en cada momento. Bayamo es el íntimo olor a hogar, la estela del gesto campesino, el sonido eufórico del tren en la madrugada, la ceiba que por mucho tiempo asumió la representación de lo enorme, el diálogo afilado y entrañable con el río al que nos íbamos sin permiso una tarde sí y la otra también. En fin, Bayamo es la conciencia de esa cultura vegetal y juguetona que comparto con muchos, que me entrega las mejores armas para enfrentar con posibilidades de éxito los retos y asechanzas de una vida tantas veces intratable. Hombre de pocos miedos como soy, el mar siempre me infunde respeto, me inquieta. Es que pertenezco a la cultura del río, de focalización más intensa que extensa; más profunda que intimidante.

Por eso no necesito sentirme triste o feliz ante la foto de un parque, una esquina o la casa de una prima. En cada pálpito de mi vida, Bayamo está ocurriendo siempre. Víctor Montero diserta sobre pelota o jazz parado en una esquina. María Luisa Milanés aprieta el gatillo de su último verso. Aquella muchacha nueva y hermosa vuelve a decirme que sí. De la Vega pasa repartiendo periódicos que no dan noticias. Juan Salvador e Hiram me retan a un duelo –ron peleón mediante– para ver quién sabe mejores cuentos de relajo. Alguien que todavía no es estatua escribe la letra del himno nacional. Martínez Fajardo despide un duelo. Rita la Caimana tira un pasillo de gruesa sabrosura. Las campanas de la Iglesia Mayor tañen el tiempo presente. El Guayabero nos amanece en el parque Céspedes ritmando el doble sentido. Y Nena, mi madrecita, termina de hacer un dulce que mis compañeros de estudio enfriarán delante del ventilador, apremiados por una juventud eterna e invencible, capaz de derrotar a la mismísima muerte. Tanta gente y tantas cosas…

Quiero decirlo ahora que mi pueblo cumple medio milenio. Bayamo es una fértil réplica de mí mismo que me ha crecido dentro y va llenando de fibras cuanto escribo. Algunas son visibles. Otras se dejan sospechar. La mayoría hay que buscarlas literatura adentro. Es más que una ciudad real tendida sobre un llano inabarcable, es un conjuro contra la desdicha que me ha dado quinientas razones para derrotar la nostalgia. Porque donde yo esté, en ese mínimo punto de la sensibilidad humana, ahí mismo está Bayamo.



Fotos: Karenia Guillarón

lunes, 14 de octubre de 2013

Mientras el poeta Jesús Cos Causse habla con el camarada Mao




Si ser auténtico –uno mismo y no otra cosa– es una aspiración suprema del humano, el santiaguero Jesús Cos Causse (1945-2007) alcanzó esa condición por cuadruplicado: Fue auténticamente negro, poeta, caribeño y amigo. Dormido o despierto, sobrio o borracho, triste o alegre, Cos era un espíritu de libertad en su versión más desaforada, un carácter informal hasta la iluminación, alguien dotado con la sinceridad de prometer lo que no cumpliría jamás, y al mismo tiempo un desborde de sensibilidad. La más vívida representación del alma caribeña, en fin.

Un día, ya avanzados los años setenta, el negrito fino y nervioso que era Cos Causse desembarcó en Pekín como parte del intercambio cultural entre China y Cuba, países hermanados por esa época en la aspiración de construir un socialismo tan real que terminó haciéndose imposible. Lo esperaba en el aeropuerto un edecán asiático, bajito y sonriente que, apenas presentado, lo llevó al hotel y le mostró el estricto programa de trabajo que cumplirían durante la visita del camarada escritor caribeño.

Sobrevinieron entonces dos agotadores días de recorrer fábricas, escuelas, monumentos históricos y escuchar al edecán cuatro veces por minuto decir que toda aquella maravilla de estudiantes recitando poemas de José Martí en una lengua incomprensible y obreros de enigmáticas sonrisas era la obra genial del camarada Mao. Al tercer día, apenas amaneció, unos suaves toques perturbaron la puerta de la habitación. Tras abrir, un soñoliento Cos Causse observó a dos hombres que cargaban una pesada caja y supo por boca del edecán el tamaño honor del que era objeto al recibir como regalo las obras completas del camarada Mao Tse Tung. Una vez solo, mientras circundaba aquella caja inmensa como el desconsuelo, el negrito con apariencia de Quijote isleño se dijo que aquello estaba yendo demasiado lejos y era necesario hacer algo urgente.

Caribeño de punta a punta como era, decidió que había llegado la hora de apelar al cimarronaje ladino, ese de rebeldía silenciosa que, sin necesidad de apalencarse, termina por apropiarse las armas del creído dominador. Ese atardecer, luego de aliviar con un baño las tensiones de su desencuentro con un taller de escritores noveles chinos pertenecientes a una unidad militar, Cos Causse se paró frente a la caja y dijo de la forma más despaciosa posible para cuidar que las deformaciones típicas de los micrófonos no entorpecieran aún más la comprensión de su español tartamudeado: «Pero ven acá, ¿y esta gente no bebe alcohol? ¡Qué ganas tengo de darme un trago!» Media hora después, durante la cena, el edecán le informó que las instancias superiores deseaban obsequiarle una botella del mejor alcohol de arroz elaborado en el país. El objetivo no podía ser más noble: favorecer la cabal comprensión de la cultura china por parte del escritor visitante, gesto que se vería acentuado por el hecho de que el personal del hotel le rellenaría la botella cada vez que esta se vaciara.

A partir de ese momento, el diálogo entre el poeta cubano y las obras del camarada Mao fue haciéndose más y más próximo. Apenas levantado a la mañana siguiente, Cos Causse le reclamó: «¿Y esta gente no me va a dar viáticos? ¡Coño, qué tacaños son!»  Al momento de recogerlo para cumplir el programa del día, el edecán le hizo entrega de unos yuanes que casualmente las altas instancias habían decidido asignarle para que los usara según mejor creyera. Alentado por esa nueva victoria, en la noche el poeta se quejó frente a la caja: «Estoy cansado de que me lleven a todas partes. ¡Cómo me gustaría caminar solo, ir adonde me dé la gana!» Y casualmente, esa mañana el edecán le informó durante el desayuno que, siempre respetuosas de la libertad individual, las altas instancias habían entendido pertinente suspender las actividades programadas para los días restantes y dejar que el hermano escritor cubano conociera por sí mismo al pueblo del camarada Mao.

La noche antes del regreso, Cos Causse se despidió de la caja según la tradición más caribeña, siempre equívoca y deslizante. Le dijo: «¡Qué viaje tan extraordinario! ¡Cuánto he aprendido junto a mis hermanos chinos!» Y a las tres de la madrugada, dos horas antes del momento señalado por el edecán para recogerlo, se largó en un taxi hacia el aeropuerto. Feliz avanzaba el poeta en la madrugada, tironeándose con suavidad la barbita rala, de vuelta al Trópico con la correspondiente pacotilla y tres botellas de alcohol de arroz para impresionar a los socios de tragos. Y todo gracias al espléndido éxito que, para la correcta supervivencia, había tenido su diálogo con las obras completas del camarada Mao, convenientemente olvidadas en la habitación del hotel.

Pero si la cultura china ha llegado a ser milenaria, se debe precisamente a su tozudez. Cuando ya el poeta cubano despachaba el equipaje en el counter de Aeroflot, escuchó unos gritos que clamaban «¡Camarada Jesús, camarada Jesús!» Y al volverse, vio a dos hombres que corrían hacia él cargando la conocida caja, al parecer más pesada que el infortunio, mientras el edecán le decía entre sofocos: «¡Camarada Jesús, olvidaba usted las obras del camarada Mao! No podíamos permitir que usted sufriera tan enorme pérdida». ¿Había en la sonrisa mansa del hombrecito asiático un brillo de ironía o fue solo la apreciación ¿engañosa, fugaz?del bardo caribeño? Ese es un misterio que, me temo, nunca llegaremos a dilucidar.

Bueno, sí podemos imaginar la cara de azoro con que el negrito fino abandonó el aeropuerto José Martí, en La Habana, a marcha forzada y sin mirar hacia atrás, no fuera a ser que algún oficial de Aduanas le preguntase si tenía idea de a quién pertenecía la caja enorme que giraba desconsolada sobre la correa del equipaje. Más o menos –a lo mejor menos que más– así contó la anécdota el poeta, y ahora que lo recuerdo sentado en el patio de la Casa del Caribe, con el trago en una mano y el cigarrillo humeante en la otra, dudo si la historia fue en China o en Corea del Norte, si el involucrado fue Mao Tse Tung o Kim Il Sung. Aunque en el fondo el dato carece de relevancia ante las blandas morosidades de la tenacidad que cuajaron el ser caribeño del poeta Jesús Cos Causse, ¿no creen?


Si un caminante…

A Joel James Figarola

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela con precaución, porque puede ser
el fantasma de un forastero escapado del recuerdo.

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela y piensa en el amor, porque puede ser
una víbora vieja cuya próxima víctima será la primavera.

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela y reza un Padrenuestro, tose hasta asustarlo.

Enciende una vela y un pedazo de pan, porque puede ser
un mendigo moribundo con hambre de luz y de sangre.

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela y ciérrala rápidamente, porque puede ser
la muerte disfrazada como un ser humano,
errante y envidiosa, con la guadaña escondida en los ojos.

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela con un crucifijo en la mano, porque puede ser
el Demonio y sus cómplices y un círculo de fuego.

Si un caminante toca a tu puerta
ábrela e invítalo a pasar, sea quien sea,
coloca tu corazón sobre la mesa,
esgrime la vida como una espada
y se convertirá en un caminante ya sin caminos,
regresando con sumisión
a su tranquila morada en la eternidad.

Jesús Cos Causse, del libro póstumo Crónica del crepúsculo.

domingo, 1 de septiembre de 2013

El gatillo de María Luisa Milanés



El 9 de octubre de 1919 la poetisa cubana María Luisa Milanés (1893-1919) se disparó un balazo en su hogar de Bayamo. Murió tres días después en Santiago de Cuba, adonde fue trasladada de urgencia. Hoy sus restos descansan en el cementerio bayamés, bajo una áspera piedra, como pidió ella en el epitafio que usted puede leer al final de este texto. Al momento de morir tenía 26 años.

Fueron muchos quienes la ayudaron a tirar del gatillo que detuvo su juventud. Hija de Luis A.Milanés, Luisillo, que había terminado la guerra de 1895 con grados de general, encontró en su padre la más exacta representación de la moral machista y recalcitrante, para la cual las manifestaciones del espíritu eran debilidades inaceptables. Casó contra la voluntad de su familia con Ramón Fajardo Gamboa para vivir siete años de incomprensiones y sufrimientos. Notablemente inteligente y educada para una mujer cubana de su época, debió constreñirse al medio inculto y mostrenco en que se había convertido Bayamo tras los fulgores vividos a mediados del siglo XIX. De carácter fuerte y pensamiento propio, no podía sino ser víctima predilecta de los chismes y las comidillas pueblerinas. Miembro de una burguesía tan rica como pacata, tampoco le alcanzaron las fuerzas para romper con todo y usó la literatura como un medio de escape y de dolorosa expresión.

Tras morir María Luisa, sus papeles tuvieron un destino igual de desafortunado. Ella misma confiesa haber quemado mucho de su obra. Del resto, una parte quedó en manos de su padre, quien eliminó no pocas de las obras que, en su opinión de campesino-general-cacique político, podían ser atentatorias contra la “moral de la familia”. Juan Francisco Sariol, que dedicó a la poetisa un número de su revista Orto en 1920, cuenta en un texto espeluznante su reunión con los padres de María Luisa a fin de solicitarles textos para ese número monográfico. Luisillo sacaba un poema, lo leía y, si le parecía que no era conveniente, lo rompía. En caso de que Sariol hiciera algún instintivo gesto de protesta, el General tocaba el revólver que mantenía al alcance de su mano. Finalmente, otra pequeña parte de los papeles de la poetisa suicida quedó en manos de diversas personas más o menos cercanas a ella.

Antes de morir, María Luisa Milanés apenas había dado a conocer algunos versos en publicaciones periódicas, oculta tras el seudónimo Liana de Lux. Esto, más lo publicado por Sariol, dejaba poco margen a la valoración literaria, así que comentaristas con diversos grados de imaginación y sensibilidad fueron modelando durante décadas y también con fortuna disparejaimágenes en torno a su figura que, o bien cargan la tinta sobre el melodrama, o bien responden al discurso populista y sociologizante del sistema político que gobierna en Cuba desde 1959. Ha sido vista como la suicida ardorosa y romántica cuyo final permite comparación con otras escritoras latinoamericanas sufrientes y suicidas AlfonsinaStorni, et. al.; como pionera del feminismo en la isla, a partir de su inconclusa “Autobiografía”, considerada por varios el primer manifiesto de esa corriente ideológica en el país; como una metáfora de la sociedad decadente en que le tocó vivir; como un alma desajustada y rebelde; incluso en el peor de los casos–, como una luchadora social que llegó a expresar “el sentir popular”.

Lo cierto es que María Luisa Milanés fue una escritora dolorosa, impulsiva y aislada, que apenas se reunía para hablar de literatura con un pequeñísimo grupo de allegados, ninguno de ellos intelectuales de relevancia en el oriente cubano, a excepción de Sariol. Que se sepa, no participó en acciones culturales o sociales de algún rango ni perteneció a grupos o tendencias, lo que resulta aún más notable porque su etapa más fecunda entre 1910 y 1919 coincide con la instauración de la revolución neo-modernista en Cuba, que tuvo su centro en la provincia de Oriente, y cuyos núcleos fundamentales se reconocían en Guantánamo, Santiago de Cuba y Manzanillo, es decir, en un entorno próximo a la poetisa bayamesa. Si hemos de reconocer la intensidad con que María Luisa se entregó a la creación literaria, también es importante dejar por sentado que nunca realizó labor propiamente intelectual; si hemos de reconocer la lucidez de su pensamiento sobre la situación de la mujer en la época, también debemos dejar claro que ese pensamiento no cuajó nunca en activismo.

La poesía de María Luisa Milanés es todo lo desigual e impulsiva que cabe esperar en quien vivió apenas 26 años atrapada por un medio y una circunstancia como las suyas. Tras décadas de infatigable labor, el escritor e investigador cubano AlbertoRocasolano ha logrado reunir la producción de la poetisa en un volumen apreciable donde aparece lo recogido por Sariol, otros textos que quedaron dispersos aquí y allá, más una buena cantidad de obras encontradas en el archivo de Max Henríquez Ureña, el intelectual dominicano al que tanto debe la cultura literaria cubana. Lo deseable es que Cuando la muerte deja de ser silencio (2011), el volumen compilado por Rocasolano, estimule la valoración del trabajo creador de María Luisa Milanés a partir de criterios diversos, pero también objetivos y fundamentados.

Sesenta y tres años después del suicidio de la poetisa bayamesa, en 1982, logramos entrevistar a quien fuera su esposo y la persona que estuvo más cerca de ella en el momento de apretar el gatillo, Ramón Fajardo Gamboa. Fue una entrevista difícil. Aunque lúcido, tenía más de noventa años y conocía muy bien los juicios nada halagüeños para élque el paso del tiempo había consagrado en torno al final de la poetisa. Fajardo nunca había querido hablar al respecto y, si esa entrevista se produjo, fue por la insistencia de su nieto, el investigador y periodista Ramón Fajardo Estrada, en compañía del cual por aquellos años había planeado yo desarrollar una investigación sobre María Luisa Milanés que el tiempo pospuso, al parecer indefinidamente. Lo que sigue es un fragmento de aquella entrevista, que ha permanecido inédita hasta el día de hoy.

¿Cómo era María Luisa? ¿Cómo la recuerda usted?

Ramón Fajardo Gamboa: Era una mujer muy preparada y un carácter aparentemente apacible, aunque enérgico. Tenía la misma voluntad del padre, exclusiva, única, fuerte, pero al mismo tiempo era muy educada y complaciente. Siempre estaba escribiendo en unas libretas. Ella solía reunirse con Joaquín Leocadio Vélez, el Dr. Enrique Fernández Pérez, América Betancourt y Gloria de la Encarnación Borges. Lo hacían todos los días en el comedor de la casa, que daba a la calle a través de una ventana. Además de escribir, a María Luisa le gustaba mucho la repostería. Tenía un libro de cocina con todas sus recetas. Y otra cosa que le encantaba era hacer flores. Eran su delirio. Nunca trabajó fuera de su casa.

María Luisa era una mujer de ideas avanzadas para su tiempo. ¿Le creó eso problemas con la sociedad bayamesa?

R.F.G.: No, nunca. Era muy católica. Bueno, fue educada en colegio de monjas.

Cuéntenos lo que ocurrió el día de su suicidio…

R.F.G.: La situación entre María Luisa y yo se había puesto muy tirante y acordamos divorciarnos. Ella quería irse al extranjero y yo me opuse. Le dije que le concedía el divorcio con la condición de que regresara a la casa de su padre. Y, desde ahí, que cogiera el rumbo que quisiera. Entonces ella le escribió una carta a su padre pidiéndole reingresar a su casa. Esa carta yo la rompí o la boté en algún momento. Luisillo contestó que, efectivamente, en todo momento la suya era también la casa de María Luisa y ella podía volver cuando quisiera, pero que jamás volvería a tener el cariño y el amor de su padre. María Luisa era una mujer muy digna y tenía mucho carácter, así que decidió suicidarse porque se sintió desamparada, se le unió el cielo y la tierra. Así me lo decía en la carta que dejó escrita al momento de suicidarse. Decía: “Tomo esta determinación porque mi querido Kaiser ha dicho la última palabra”.

Ese día yo estaba trabajando en la oficina del censo y María Luisa me envió un papelito con una jamaiquina que teníamos de cocinera en la casa. Decía que cuando aquella nota llegara a mis manos, ya ella se habría suicidado porque no podía soportar la decisión de su padre. En eso llegó Joaquín Tristá, un cuñado mío, y le dije: “Mira, vamos, que yo conozco a María Luisa y sé que se suicida de verdad. Vamos a ver si llegamos a tiempo”. Pasaba un coche, lo paramos, nos montamos, y cuando llegamos a la casa, en el momento que ella sintió el ruido de mi llave en la cerradura de la puerta, se disparó. Fue una detonación terrible.

Se había disparado al pecho con un revólver que pertenecía a Baire Llópiz, hijo de Luisillo Milanés y por tanto hermano de María Luisa. Pero, como es natural en esos casos, el revólver varió. Era un treinta y ocho de cañón largo, así que el disparo descendió un poco y no dio en el corazón, sino más abajo. Ahí vino la hemorragia interior, la peritonitis… De eso murió. La trasladaron a Santiago de Cuba, solo que no recuerdo si fue en tren o en auto. En Santiago estuvo María Luisa grave como cuatro o cinco días, hasta que murió y se decidió enterrarla allá mismo pues de allá eran los familiares de doña María, su madre. Yo nunca los conocí de cerca. El único de ellos con el que tuve alguna amistad fue con el Dr. Francisco Chávez Milanés. Doña María fue para Santiago y allí vivió la agonía de su hija. Luisillo no compareció en nada. Con ese carácter rebelde de él… nada, nada, nada.


Foto: Karenia Guillarón


                   Epitafio

Quiero una piedra blanca y no pulida
Sobre la tierra que mis huesos cubra,
Sin cruz, que una muy grande arrastré en vida.
No quiero que ninguno se descubra
Al detenerse ante la tumba oscura
De quien murió de angustias y amargura.
Ni un nombre, ni una fecha, ni unas flores
Quiero sobre la piedra, ni oraciones,
Ni llantos ni recuerdos; mis amores
Que olviden, y también mis aflicciones,
Los que en la vida vieron en voltario
Giro mis pasos por la senda umbría…
¡Silencio y paz para la tumba mía!
¡Por lo menos allí ni un comentario!

María Luisa Milanés


miércoles, 14 de agosto de 2013

¿Quién era el verdadero Che?




Después de publicado en el blog el texto “Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” (ver más abajo), recibí numerosas comunicaciones de amigos con recuerdos sobre el singular personaje que recorría las calles de Bayamo en los años sesenta. Pero ninguna fue tan sorprendente como esta, en que la escritora y  amiga América Santoya Arévalo aclara la identidad real de aquel Che que nuestra imaginación infantil fabuló hasta convertirlo en una ficción. Gracias a América, Che vuelve a mirarme desde la foto como lo hizo el día aquel en que tuvo a bien enseñarme el sitio exacto por donde le entra el agua al coco. (Fernández Pequeño)


Una amiga bayamesa que vive en la diáspora y por tanto tiene la posibilidad leer el blog Palabras del que no estáme hizo llegar el texto “Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” Al principio pensé que se refería al Che Guevara, pero cuando lo leí, me di cuenta de que trataba sobre mi tío abuelo José Enrique Arceo Serrano, alias el Che, el hermano mimado de mi abuela materna, Ofelia Arceo, quien siempre vivió en mi casa, es decir, en la casa bayamesa de la familia Arévalo-Arceo.

El Che fue un personaje en mi familia, con un destino trágico, marcado desde el inicio por la enfermedad y el dolor. Su madre, mi bisabuela Teófila Arceo, padeció de viruelas durante su embarazo. Alrededor de los 7 años, él fue víctima de la poliomielitis, de ahí su discapacidad motora y la vulnerabilidad de su salud mental. Cuenta mi madre que el Che era en extremo inteligente, venció el sexto grado en el aula de mi abuelo Antonio Arévalo y luego trabajó como vendedor de tabacos en la fábrica Moya. Era un lector incansable, amante de la música, decimista, improvisador y un matemático excelente.

Realizando unas ventas de tabaco en la zona de Guisa, en los años 1957-1958, durante la lucha entre el Ejército Rebelde y el de Fulgencio Batista, desapareció durante días, y cuando regresó, hablaba sobre hechos de sangre, torturas, amenazas. Había perdido completamente la razón. Nadie llegaría a saber nunca qué le ocurrió. Ingresó en el Hospital Psiquiátrico de la Habana y recibió el diagnóstico de esquizofrenia paranoide, enfermedad que padeció hasta en fin de sus días.

De chica, recuerdo su conocimiento de la música popular cubana y cómo cantaba guarachas, boleros y sones. Recuerdo también sus improvisaciones, sus libretas y más libretas escritas con décimas en aquella caligrafía impecable; sus cálculos interminables; su adicción al café y al cigarro; y sus problemas para el baño, que se convertía en un drama para la familia. Con nosotras era muy tierno, siempre nos decía niñas, niñas, no empujen, cuando tratábamos de que hiciera o dejara de hacer algo.

El Che también ayudaba a mi tío, el Dr. Amaury Arévalo, en el laboratorio de su casa, sita en la calle 26 de julio casi esquina a Lora, la misma cuadra donde creció Fernández Pequeño, razón por la cual es posible comprender que el Che formara parte de su vida. 

América Santoya

martes, 23 de julio de 2013

Imperfecciones



Este cuento forma parte del libro “El arma secreta”, ganador del Premio Anual de Literatura de la República Dominicana en 2013, cuyo resultado fue dado a conocer recientemente.


El tío Daniel jamás volvió a ser el mismo después que rompió aquella broca. En la refinería nadie se explica cómo pudo usar una de acero al carbono cuando el trabajo requería la de metal duro, eso dijo mi padre. Misterios, agrego yo, que los hay en todo y para todos. El caso es que el lunes siguiente el tío Daniel se negó a salir para el trabajo y fue entonces que nos enteramos de lo ocurrido. Él, usualmente tan alegre y metiche, caminaba por la casa como mirando hacia un lugar muy confuso que estaba dentro de sí mismo, y mi madre no tuvo más remedio que resolver un certificado con el médico de la familia donde se diagnosticaba que el tío Daniel sufría serios desórdenes hepáticos.

Admito que en los primeros días me alegró estar a salvo de sus burlas por los libros de mariquita que según él yo leía, pero casi enseguida sentí que extrañaba el movimiento constante de sus manos pequeñas y ágiles como arañas. Ahora colgaban paralizadas, vacías del poder que antes les había permitido arreglar lo que fuera en un abrir y cerrar de ojos, desde un tomacorriente hasta un tractor. Creo que esa fijación me hizo ser el primero en darme cuenta de que había comenzado a diluirse. El tío Daniel se iba haciendo cada vez más tenue, y llegó el día en que fue posible ver el mar a través de su espalda desnuda mientras él miraba por horas hacia allá lejos, donde humea la torre de la refinería. Cuando mi madre y el primito le preguntaban qué estaba pasando, solo conseguían de él un silencio y, ya de última, un balbuceo de borracho donde palabras como roca, toca, loca, boca se atropellaban con fragmentos del himno nacional o alguna canción de José José, cantante que siempre le había gustado con locura.

Fue mi padre quien nos explicó que, de haberlo obtenido este año, el tío Daniel hubiera sido el único técnico de la refinería en ser vanguardia por dieciséis años consecutivos. Lo explicó el día en que encontramos su ropa tirada en el piso del balcón y supimos que el tío Daniel se había desvanecido por completo. Era un gran técnico, explicó mi padre, y a él se le podía creer porque nunca se habían llevado bien. De hecho, no se hablaban desde el último día en que discutieron, hace un par de años quizás, y mi padre le gritó que la desgracia de esta familia había comenzado cuando el tío Daniel regresó con su hijo a vivir en la casa y a meterse en todo.

No dijo más mi padre, supongo que fuera porque el primito y yo estábamos delante, pero tampoco hizo falta. En esta familia hasta las gallinas saben que el difunto tío Daniel encontró a su mujer con otro tipo en el apartamento que le había dado la refinería cuando salió vanguardia por décima vez consecutiva. Fue entonces que vino a vivir con nosotros y trajo al primito. ¿Y saben lo peor del caso?, chismeaba mi madre a veces con las vecinas. Lo más duro, decía, era que aquella madrugada el tío Daniel no debió estar de guardia. Se había ofrecido voluntariamente para cubrir la ausencia del tipo que encontró en la cama con su mujer.

Ahora eso ha dejado de ser lo peor de todo. No lo son ni siquiera los cuentos que debemos repetir cada vez que llaman de la refinería preguntando por él o viene la gente del censo a verificar las bajas en la libreta de abastecimiento. Nada puede ser tan duro como ver a mi madre y al primito dando brazadas por toda la casa, esperanzados en tropezar con algo sólido, un resto minúsculo aunque sea de lo que fue el tío Daniel.

Foto: Karenia Guillarón
©sobre el texto: José M. Fernández Pequeño. Prohibida su reproducción sin permiso escrito del autor.

Enlaces sobre el tema:

Puede leer el cuento que da título al libro, "El arma secreta" en la revista Conexos:
http://conexos.org/2013/08/12/el-arma-secreta/

Puede leer otro cuento del libro, "El cíclope", en la página 20 de la revista Letras Salvajes No. 11:
http://en.calameo.com/read/00263436143ce1dc7e71d

"Gigante premio para Pequeño", Ángel Santiesteban:
http://blogloshijosquenadiequiso.wordpress.com/2013/07/30/diario-en-la-carcel-xli-gigante-premio-para-pequeno/
Versión en inglés:
http://hijosnadieeng.wordpress.com/2013/08/02/prison-diary-xli-huge-prize-for-pequeno/?utm_source=twitterfeed&utm_medium=facebook

“Fernández Pequeño: La literatura es cosa de necios”, entrevista por Ángel Lago Vieito, Acento:

“Fernández Pequeño, reconocimiento”, por Félix Luis Viera, Cuba Encuentro:

Nota del Ministerio de Cultura de la República Dominicana sobre los Premios Anuales de Literatura 2013:

“Gana Fernández Pequeño el Premio Nacional de Cuentos en la República Dominicana” (Neo Club Press):

martes, 18 de junio de 2013

Dime, Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?



 
Che vivía cerca de casa y, como casi todas las personas interesantes, tenía una apariencia anodina. Caminaba por las calles de Bayamo arrastrando una pierna (no recuerdo si la derecha o la izquierda) y con el brazo del mismo lado encogido contra el pecho. Era muy flaco y nervudo, no demasiado alto, y desandaba todo el pueblo mirando hacia el piso, murmurando para sí mismo. Había en su ensimismamiento, en su capacidad para aislarse entre la gente, un detalle suavemente incógnito. Pero entonces no pensábamos en eso, no había tiempo. Veíamos a Che como el misterio que no exigía distancia ni respeto, y eso significaba mucho en un país invadido de héroes gloriosos a los que debíamos imitar sin más preguntas.
En fin, Che era algo así como un genio al alcance de la mano. Sobre él, de presencia tan liviana, se tejían varias historias. Dos de ellas merecen ser citadas. Según una, había sido un estudiante de medicina brillante, una real lumbrera que se perturbó de tanto estudiar. La otra también hablaba de alguien dedicado al estudio pero que, además, había sido un pitcher de recta candente, al que un mal pelotazo en la cabeza frustró un brillante futuro científico. Nuestros padres preferían la segunda historia, y solían esgrimirla como ejemplo de cuán peligrosa era aquella propensión nuestra a pasarnos el santo el día jugando pelota. Para nosotros, por el contrario, nada era tan adecuado como la primera historia, que nos permitía recordar a nuestros padres lo dañino que podía ser el demasiado estudio. Ahí estaba Che, el loco manso, para probarlo.
El ritual callejero en torno a Che resultaba simple. La gente lo detenía para preguntarle cualquier cosa (¿por qué las nubes se mueven?, ¿cuál es la fórmula del café?, ¿cómo se define la peste a grajo?) y él, con la mayor amabilidad, se largaba una pormenorizada, muy seria y “científica” explicación en la que mezclaba datos provenientes de cuanta fuente validatoria (filosófica, matemática, religiosa, etc.) existiera o pudiese ser inventada. Al final, nosotros reíamos y Che continuaba su camino en paz. A fin de cuentas, parecía un intercambio en el que todos ganábamos: nosotros nos divertíamos y Che pagaba una suerte de peaje social que le garantizaba su equilibrada inserción dentro del grupo. Eso creí durante mucho tiempo, y probablemente así seguiría pensando de no haber existido aquel asfixiante mediodía de verano en que yo regresaba de la escuela y lo encontré en la calle Lora.
Fue justo entre Zenea y 26 de Julio. Como era habitual, no dudé en detenerlo con una pregunta que ya le había hecho varias veces antes y siempre había obtenido una respuesta diferente, aunque igual de disparatada: “Che, ¿por dónde le entra el agua al coco?” Él me miró en medio de aquel calor que derretía hasta los pensamientos, casi seguro tan atenazado como yo por un hambre demoledora, y respondió: “¿Usted es idiota? ¿Por dónde va a ser? ¡Por los vasos capilares!” Y siguió su camino murmurando.
Al principio quedé sorprendido. Más tarde me divirtió su manera brusca de romper lo que hasta ese momento había sido un pacto social inviolable. Al fin y al cabo, también la paciencia de Che tenía un límite. Pero con los años me ha ido creciendo la duda de si ese día Che no quiso enviar un mensaje a través de mí, si no me estaba eligiendo para dejarnos el  inquietante testimonio de que en realidad aquellas disparatadas explicaciones suyas eran una puesta en escena, nada más una estrategia para agarrarnos de pendejos y burlarse de nuestra crédula cordura. No sé, la verdad; a estas alturas no estoy seguro de quién hacía el papel de loco manso: si él o nosotros.

lunes, 27 de mayo de 2013

El poeta, la soledad y los huesos que la envidia no rompe

Regino E. Boti



Este texto ha sido elaborado a partir de una carta que envió Regino Boti al artista visual gallego Mariano Miguel, el 2 de enero de 1927, cuyo original se conserva en su archivo de Guantánamo. No ha sido recogida en ninguno de los epistolarios botianos publicados hasta hoy, cuando se edita para celebrar los cien años de Arabescos mentales, con el mayor respeto y el único propósito de dar la palabra al poeta.


Nací en Guantánamo. Todos los indicios dicen que en Guantánamo moriré. Me encanta la aldea: vivo solo entre muchos.

Fui cien cosas antes. Hoy soy abogado y notario. La ciencia del derecho es algo precioso aunque la justicia es mentira. El ejercicio de la abogacía es una ignominia: me asquea. El notario es más noble, sin negar que la fe pública está un poco desconceptuada entre nosotros. Como no hago gatuperios, soy hombre al agua: no me enriquezco. Ejerzo la primera de esas profesiones desde 1917 y la segunda desde 1918.

He publicado seis libros y cuatro folletos que contienen obras de las clasificadas como originales; una compilación La lira cubana–; dos libros y dos folletos con versos y prosas de Rubén Darío, en los que hay notas mías; varios estudios críticos y numerosos artículos de diversas materias. El primer intento de prosa artística que se hizo en Cuba está en mi libro Prosas emotivas, que salió en 1910, en el folletín de El Cubano Libre. No me tocó iniciar sino hacer la revolución modernista entre nosotros con la publicación de mi libro de versos titulado Arabescos mentales, en 1913. La sorda envidia de los que entonces manejaban la pandereta lírica emprendió contra mi libro y contra mí la conspiración del silencio, de tal modo, que la generación posterior la practica con mayor encarnizamiento todavía. A los trece años del suceso es que algunos valientes se atreven a estampar mi nombre en letras de molde para [otra cosa que no sea] vituperarlo. Que eso no me ha roto un hueso, lo acredito con mi constante labor, ajena por completo a todo nepotismo literario, simplemente porque solo el corazón heroico puede prescindir de la aprobación humana. Esa labor la corono por ahora con mi tercer libro de versos, el titulado La torre del silencio.

Instintivamente uno sabe lo que debe realizar, como “estrategia literaria”, para hacerse un nombre. Pero me revientan todas las vanidades. “Yo hago arte en silencio”. Contra lo que pensaron aquellos conjurados impotentes, el muerto está de pie, como diría Bécquer. El hecho habla por sí solo. Y añadiría, pensando en las palabras que acabo de leer, [que] estoy “penetrado de la filosofía de que lo importante es hacer, ya que las obras humanas se consagran por sí mismas y no necesitan para el público más reclamo que su propia bondad”.

Me casé y tengo dos hijos. El primero se llama como yo: Regino; y la segunda como su madre: Caridad.

Las personas me interesan por sus acciones. El hombre que, tratado en la intimidad, me ha producido más honda impresión es mi padre. Después, don Miguel Álvaro Zaldívar y Sánchez, hoy magistrado de la Audiencia de Camagüey. Hablé en dos ocasiones muy largamente con Manuel Sanguily. Admirable. Oyéndolo aprendí muchas cosas. Me instruyó y orientó en distintas disciplinas don Domingo Figarola-Caneda, a quien tuve siempre por uno de mis maestros. Quise al Dr. Sergio Cuevas Zequeira, y tanto que le perdono me iniciara en el horrible tormento de leer versos en público, lo que para mi bien, y porque no me gusta, hago tan mal como en privado.

Francisco Villaespesa es el único poeta de esclarecida fama que he tenido en contacto, por dos ocasiones. No aprendí nada de él. Desde luego, que nada me enseñó tampoco. Le debo la atención de haberme dedicado su soneto “Julián del Casal”, incluido en el tomito que tituló La estrella solitaria.

Solo he tenido un amigo íntimo que al mismo tiempo fuera un gran literato y poeta: José Manuel Poveda. Como resultado de una malévola información, me negó en redondo. Yo me alegré del suceso, porque su primitivo juicio sobre mí lo conceptué siempre [de] exageradamente bondadoso. Negándome, se tiró de la nube y pisó tierra firme.

Los dos bohemios más interesantes que he conocido son Eulogio Horta y Víctor Paul Maldonado. Horta, de moral contradictoria y sano corazón, me enseñó oralmente, y entre sorbo y sorbo, algunas cuestiones por las que tenía interés. Víctor Paul Maldonado falleció aquí. Dejó un libro por publicar, el que manuscrito, tras breve extravío, vino a mi poder después de la muerte de su autor. Algunos de los artículos de ese libro que tituló Bocetos tropicalesno fueron escritos porque los componía mientras los paraba tipográficamente. Era un bohemio que todo lo tenía limpio: la ropa, las ideas, las palabras y las uñas.

No he tratado con intimidad a ninguna mujer sobresaliente. Y lo siento, porque me hace mucha gracia el feminismo.


En la foto: Regino E. Boti visita Miami, en 1947 o 1948. Se publica gracias a la amabilidad de Regino Rodríguez Boti.

jueves, 11 de abril de 2013

Regino Boti y las ferocidades del tiempo


 
“Hacer un buen edificio para que lo roan las ratas”, así se quejaba el poeta cubano Regino Boti al intelectual dominicano Max Henríquez Ureña tras la publicación de su poemario Arabescos mentales, en 1913, hace exactamente un siglo. Y no le faltaba razón. Apedreado por la mediocridad intelectual de la época y negado a vender su libro de puerta en puerta, el poeta de Guantánamo terminó por guardarlo en un armario. Setenta y un años después allí sobrevivía una cantidad apreciable de aquella primera edición que no solo ayudó a establecer el postmodernismo en Cuba, sino que también constituyó la más contundente declaración que hasta ese momento se hubiera dado en la isla caribeña acerca de la poesía como oficio, distanciada de la inspiración emotiva, el pasatiempo chic o la leve efusión patriótica.
Conocí a Regino E. Boti en 1984, veintiséis años después de su muerte, cuando Florentina Boti, su hija, me invitó a trabajar en el archivo de este para organizar su epistolario, mayormente inédito por entonces. Y cuando digo que lo conocí, hablo en términos absolutamente rectos. Recorrer a diario la descomunal papelería reunida por el poeta en su bellísima casa de madera y tejas, leer todos aquellos documentos, terminó por hacerme sentir que el propio poeta llegaba cada mañana para compartir un café y sumarse a un diálogo en el que literatura y vida se entreveraban sin que a nadie le interesara establecer fronteras.
Allí pude palpar como nunca hasta ese instante la auténtica tensión de la escritura, la tozudez perfeccionista a la que está obligado el escritor que respeta su trabajo. Alguien debería ocuparse alguna vez de hacer la edición crítica de Arabescos mentales a través de un apasionante ejercicio detectivesco que rastreara en su epistolario (sobre todo en el Boti-Poveda y las Cartas a los orientales) cómo Regino Boti fue rehaciendo obsesivamente cada poema verso por verso, palabra por palabra, sonido por sonido, acento por acento. Un material así sería más útil para los aprendices de poetas que todos los talleres literarios habidos o por haber.
En las penumbras cálidas del archivo Boti, pronto comprendí que su vida, su pensamiento y su obra se habían fundado sobre una percepción profundamente dialéctica del tiempo, razón por la cual todo cuanto hizo posee un impresionante sentido de posteridad. Reconoció con penetración ejemplar el estado de la poesía en la Cuba recién llegada al siglo XX y planificó la renovación postmodernista como un general diseña sus estrategias para la batalla. Sabía que no sería comprendido en su momento, pero también estaba seguro de que el paso de los años terminaría por darle la razón, y fue juntando en su archivo cada papel que consideró importante con el detallismo de quien apresta las pistas necesarias para los investigadores que vendrían en algún futuro impreciso. Creó su literatura y evaluó la ajena bajo la firme convicción de que el discurso literario evoluciona a partir de una intensa lógica interna y que los cambios en el canon responden más a una evolución inmanente, expresada en el agotamiento de las formas poéticas, que por influencias externas provenientes del contexto social.
Ese vivir el presente a través de una continua percepción del después hizo que Regino Boti identificara en el tiempo a su real contendor. Su trabajo literario fue (es) eso: Un pulso sin tregua con el tiempo en la variante más terrible, el de provincias, siempre lento y olvidadizo. Y lo afirmo con el orgullo de ser provinciano por origen y convicción.
Poco después de 1930, Regino Boti decidió retirarse de la vida pública. Siguió trabajando con denuedo en su casa de madera y tejas porque estaba convencido de que la vida no le alcanzaría para ponerse a salvo del tiempo y sus ferocidades. Y así ha sido. Aunque Florentina Boti, su albacea, estructuró con precisión la forma en que debía publicarse todo el epistolario de su padre, no solo murió sin terminar la obra, sino que tampoco alcanzó a ver en funciones el Centro de Investigaciones Literarias Regino Boti, que se había comenzado a diseñar bajo su dirección en el patio de la casa a fines de los ochenta y vino a inaugurarse en 2007, cuando Regino Rodríguez Boti, su hijo, ya había tomado el relevo en la titánica tarea de poner el archivo de su abuelo al alcance de los lectores.
Claro que ha habido en Cuba varios homenajes por el centenario de Arabescos mentales, mientras la antes hermosa casa de madera y tejas en que vivió el poeta amenaza con colapsar. Apenas ayer recibí este mensaje de su nieto: “La casa está aún peor. El abandono y la indiferencia oficial son galopantes. Y eso que, desde diciembre de 2010, es el único Monumento Nacional que existe en la ciudad de Guantánamo”. Acalladas las fanfarrias del homenaje de turno y a la vista del estado en que se encuentra la biblioteca donde por años fue armando su portentoso archivo, no es difícil escuchar la voz de Regino que, como un susurro doloroso, repite: “Hacer un buen edificio para que lo roan las ratas”.
 
 
Foto al inicio: En la casa de Regino Boti, diciembre de 1997. De izquierda a derecha: Sentados, Ana Boti Melián, Florentina Boti León, José Regino Boti Melián (en brazos), Ana Ivis Melián Hechavarría, Josefina Villalón y Lourdes Porte. De pie, Rafael Ferro, el autor de este texto, Lázaro Jarrosay, Regino Rodríguez Boti y Ángel Laborde.
Foto al final: Estado en que se encuentra la biblioteca de Regino Boti.