Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 30 de noviembre de 2012

La dictaduracia latinoamericana




Como los virus y los gérmenes, las enfermedades sociales también evolucionan; mutan para hacerse resistentes a la acción de las instituciones que deben ejecutar en la sociedad una vigilancia parecida a la que realiza el sistema inmunológico en nuestros organismos; se hacen invulnerables a las leyes y rebrotan con otros síntomas y otras maneras de expandirse, aunque lamentablemente con iguales y hasta peores consecuencias.
Hablar de dictaduras hace treinta años en América Latina presuponía la usurpación del poder mediante el uso de una fuerza militar y, por lo general, con el apoyo de una potencia extranjera, fórmula violenta a través de la cual era posible ignorar la voluntad de la mayoría con el pretexto de salvaguardar los destinos de la patria frente a algún enemigo supuestamente terrible. Variantes más o variantes menos, tal fórmula de corte golpista concita hoy en nuestros países un rechazo bastante sólido, lo que se ha visto beneficiado por un descenso en la impunidad con que las potencias (tanto nuestro imperio continental como aquellos situados más lejos) impusieron su voluntad hasta la segunda mitad del siglo XX.
Pero el gesto dictatorial dista mucho de haber sido derrotado. Acaso si ha cambiado sus formas de operar y se ha vuelto, si cabe, más dañino por ser también más hábil y difícil de combatir. Si dejamos de lado el caso de Cuba, cuyas especificidades pertenecen a una época clausurada en casi todo el hemisferio, los aspirantes contemporáneos a dictadores latinoamericanos buscan el pretexto de la mayoría para adueñarse del poder e irlo haciendo lo más absoluto que permitan las circunstancias. Esto representa un reto para las endebles democracias nuestras, que se ven combatidas con el mismo argumento que ellas emplean para definirse: ser un resultado de la voluntad mayoritaria de la población.
Si fuera algo excepcional, no habría por qué preocuparse. Pero la aparición de estos nuevos hombres (y ahora también mujeres) “fuertes” se ha vuelto algo frecuente entre nosotros. Aunque cada caso asume sus peculiaridades, en lo visto hasta el momento creo posible identificar dos modelos centrales de actuación.
El primero se funda en la aparición de una figura que aprovecha las desigualdades y las insatisfacciones sembradas por el liberalismo extremo y los abusos elitistas para capitalizar las ansias de justicia social a través del populismo. Es, por lo general, una fórmula que nace o se sustenta en las antiguas izquierdas políticas, concita el fanatismo al convertir su propuesta en una causa ideológica y trae dos consecuencias nefastas: la polarización de la sociedad en torno a posturas irreconciliables, que se resuelven en violencia, y la hipoteca del futuro, al destinar los recursos no a generar un desarrollo duradero, sino a entregar beneficios puntuales a los más pobres que, mayoría al fin y al cabo, aportan un voto difícil de derrotar.
El segundo modelo proviene de la derecha política y plantea muchas semejanzas con las  formas en que operan las mafias. Aprovecha también la insatisfacción generalizada, pero su centro no está situado en la confrontación ideológica, sino todo lo contrario, en una banalización de las oposiciones y las perspectivas divergentes a través de la compra de voluntades, el enriquecimiento de grupos diversos, las dádivas clientelistas y, en el caso de los más pobres, el ejercicio institucionalizado de la mendicidad. Este modelo tiene también su sueño para vender, cómo no. Es la promesa del desarrollo como una caricatura primermundista y del progreso basado en el privilegio implacable del consumo.
Aunque cada caso presenta sus peculiaridades, como ya se dijo, y hay no pocos préstamos entre uno y otro, ambos modelos conducen a un mismo resultado: la construcción de una figura principesca y mesiánica, que afirma su personalismo sobre una cohorte de incondicionales aprovechados. De este modo, los destinos de los países quedan atados a la voluntad de un iluminado cuyo discurso no solo da por sentada la incapacidad de la sociedad para valerse por sí misma, sino que además asesina la alternancia de perspectivas diferentes, única forma de aspirar a una madurez política colectiva.
Claro, en países sanos, con instituciones fuertes y sistemas legales independientes, es más difícil que estas formas dictatoriales hagan su letal metástasis. Pero, mientras esa no sea la realidad que vive la mayor parte de América Latina, deberíamos al menos ir cuestionando los viejos criterios acerca de la democracia, esos que se basan exclusivamente en la convocatoria a elecciones periódicas y la voluntad de una mayoría frente a la cual la pregunta no debería de ser cuánto sino cómo.
 
P.S. Pensé ahorrarles una última mala noticia, pero es imposible. Resulta que la inevitable crisis del segundo modelo, mafioso y corrupto, puede crear condiciones de descreimiento colectivo que potencien el discurso populista esencial en el primer modelo y la aparición de una figura hábil, capaz de capitalizar las circunstancias a su favor. No fue otra cosa lo que sucedió en Venezuela hace más de una década… y hasta el sol de hoy.

Ilustración: Autorretrato como neuro-perro (fragmento), de José García Cordero. Colección Eduardo León Jimenes de Artes Visuales.

sábado, 10 de noviembre de 2012

La edad heroica

 

Cada vez las personas ingresan más jóvenes a los estudios superiores y al mercado laboral. Todos los días nos asombramos de alguien que ha conquistado un puesto socialmente relevante a una edad que hace solo tres décadas habría sido considerada casi infantil. Hay a estas alturas nichos profesionales que se consideran vedados para personas mayores de cuarenta años. La publicidad nos vende todo el tiempo la apariencia joven como el don supremo. Palabras tan esenciales como felicidad, vigor, salud y plenitud han pasado a presuponer la condición de ser joven o de simularlo a cualquier precio. En fin, la juventud se nos ha vuelto un valor, ese es el signo de los tiempos.
Lo heroico que señala el título, sin embargo, no se refiere a esa precocidad galopante sino al extremo contrario de la cadena vital. Señala a quienes nacieron en los años cincuenta (o antes) del siglo que, no sin cierto desdén, llamamos pasado. Parias en un tiempo para el cual no fueron preparados, inmigrantes de una época clausurada, quienes hoy giran alrededor de los sesenta (pocos años menos, a veces bastante más), han tenido que afrontar todas las dudas y todos los desplantes que reciben quienes llegan a lugar ajeno. Pocas veces se suele poner atención sobre ese desarraigo, y cuando los sociólogos, psicólogos o culturólogos lo hacen, es para decirnos que la experiencia adquirida con tanto esfuerzo no ofrece respuestas adecuadas para el inquieto presente.
Durante los años sesenta y setenta (incluso antes), esa generación fue educada a golpe de cincel, como si el mundo en que vivía fuera a ser eterno. Se les formó bajo el concepto de que tener información era ser culto, de que el libro impreso y su lectura lineal eran la cumbre de la comunicación, de que lo perdurable constituía el valor esencial de la existencia humana. Se hablaba entonces de “mi casa” para referirse al lugar donde se nacía y se moría; de “mi biblioteca” como el mejor índice para mostrar la fisonomía intelectual de alguien; de “mi familia” en tanto prueba esencial de pertenencia; y así sucesivamente. Todo aludía a una movilidad social reducida, mientras cumplíamos el lento y trabajoso proceso que nos convertía en adultos mayores.
Cierto que en los años sesenta los viajes al espacio o el fulgurante desarrollo de la televisión emitieron señales que debieron ser de aviso, pero ese devenir pareció todavía coherente con el lento tiempo de la tradición en que se vivía (y su ruptura, que también formaba parte de esta), cuando los ancianos eran el respetado consejo que guiaba a la tribu y las utopías sociales de libertad y soberanía nacional deslumbraban a todos. Igual mirábamos hacia el horizonte equivocado. Creíamos en esa fecha que el cambio vendría desde la política y los movimientos sociales. Nadie se imaginó que la verdadera revolución se estaba desarrollando en los terrenos de la investigación, y menos aún cuán drástica sería esa revolución. Tanto, que por primera vez en la historia de la humanidad un imperio (el soviético y sus acólitos del socialismo entonces llamado real) sería derrotado no en el campo de batalla, sino en el de la innovación y la eficiencia.
Los años ochenta hicieron quebrar la ilusión de segura continuidad prevaleciente hasta entonces. Lo perdurable fue sustituido por la fugacidad. Los medios digitales de comunicación y sus códigos asociados impusieron la fragmentación y el pastiche como formas de abordar y entender la realidad. La información quedó bajo la custodia de los equipos electrónicos y al alcance de un golpe con el dedo índice. Los aparatos se acoplaron como prótesis a nuestros cuerpos para romper la noción de espacialidad y atomizar el sentido de pertenencia. No basta con decir que todo cambió, es más justo admitir que lo novedoso se impuso como una razón de vida, como una filosofía, como una droga que es necesario consumir todos los días, y los que a fines de los ochenta rondaban los cuarenta años o más tuvieron que rehacerse sobre la marcha para no quedar obsoletos y abandonados a la orilla del camino.
Lo dicho podría parecer excesivo para quienes consideran que cambiar la máquina de escribir por el ordenador o el viejo teléfono de mesa por el celular es solo un asunto de equipos con posibilidades diferentes, una asunción entusiasta del progreso. Pero si entendemos que los nuevos códigos culturales vinculados a los aparatos ordenador o celular moldean nuestras formas psíquicas superiores y, por tanto, transforman nuestras maneras de razonar el mundo, entonces quedará clara la dimensión de los impactos a que nos estamos refiriendo. Para esa generación que había nacido en los cincuenta o antes fue como pasar del Renacimiento al siglo XIX, pero en solo unos años. ¿Exagerado? Tal vez, aunque invito a ponderar con cuánta profundidad han sido transformados todos los aspectos sociales; desde el sentido de la espacialidad y las formas de concebir la felicidad, pasando por los valores de la comunicación y las maneras de compartir, hasta llegar a la vida en familia y los horizontes de la educación.
La humanidad no hará un monumento a esa edad sorprendida entre dos mundos. Es más, se olvidará de ella en la misma medida que la actual brecha generacional desaparezca y las sucesivas generaciones crezcan en armónico diálogo con las actuales, cambiantes y vertiginosas formas de ser y percibir. Por eso, antes de que sea tarde, quiero reconocer a esa generación el coraje de haber sabido reinventarse frente a tanto reto, ese heroísmo cotidiano que no espera estatuas ni reclama aplausos.