Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 15 de junio de 2012

Apoteosis y halago de la pendejada





El policía está confuso. No puede entender que yo haya hecho una maniobra casi suicida entre los vehículos que se disputaban el semáforo de la 27 de Febrero con León Jimenes, que haya estacionado en un lugar indebido y haya retrocedido dos cuadras a pie… ¡solo para comprar una escoba! Cuando le explico que un equipo de especialistas en el Centro León lleva dos años investigando las escobas dominicanas con la idea de hacer una exposición, él parece no estar seguro en torno a qué sería más apropiado: Si ponerme una multa o llamar al manicomio.
En una época idiotizada por la fugacidad y la apariencia, lo humilde encuentra cada vez menos aprecio. El partido que disputan Djokovic y Nadal en la final del Roland Garros no es un juego de tenis; qué va, es la porfía del año. Ese encuadernado de papel, cartulina y tinta no puede ser ofrecido como un libro común y corriente; no, es la novela que trazará los nuevos destinos de la literatura en el país. La tarjeta de crédito que el banco insiste en proponerme no es un rectangulito plástico que facilitará mis transacciones; imposible, representa la clave que pondrá al mundo de rodillas ante mi solvencia.
Vivimos según los códigos de la publicidad, donde solo cuenta lo excepcional, lo inmejorable y lo único; donde mentir está justificado si contribuye al figureo. El resto de las cosas es irrelevante. Cuando esa frustrante operación se asimila como ética colectiva, la existencia social termina siendo una turbia carrera de caballos: No basta con leer a un autor que me gusta, este tiene que ser el mejor escritor vivo en lengua española; la calidad de una canción se mide por la cantidad de Grammys que haya obtenido su intérprete; el elevado que el Gobierno construye con mis impuestos y para beneficio de los contratistas es el símbolo del progreso. Y así sucesivamente.
La filosofía del espectáculo siente una vocación irreprimible por lo grandilocuente. ¿Una escoba?, ¿quién puede preocuparse por una escoba? No importa si ese modesto utensilio acompaña al ser humano desde su nacimiento como especie y es uno de los pocos enseres domésticos que ha soportado a pie firme el aquelarre tecnológico de las últimas décadas. Tampoco importa que hasta la más anodina escoba ponga en evidencia un intenso diálogo entre el patrimonio natural, los retos de la vida cotidiana y la creatividad social. Ni siquiera importa que desde los tiempos más remotos la humilde escoba haya servido para expresar nuestras esperanzas y nuestros miedos a través de un imaginario repleto de refranes, expresiones, canciones, creencias, supersticiones, adivinanzas, juegos… A los ojos de la estimativa contemporánea carece de glamour.
Quienes creen en el valor de esas nimiedades van siendo una especie en extinción. Pueden pasar una mañana tratando de explicarse cómo es posible que las ropas y los objetos atrapados en una fotografía de hace cuarenta años sigan envejeciendo (la calidad y limpieza de la tela, la textura de las paredes, etc.), mientras las personas mantienen la apariencia del momento en que se captó la imagen. Se desvelan en la madrugada, inquietos por la posibilidad de que sin saberlo vivan dos existencias paralelas y misteriosamente distintas: una durante la actividad consciente y despierta; otra en el ingobernable inconsciente de los sueños. Hurgan en la madeja de gesticulación y homenajes con que la práctica política teje a diario sus símbolos apócrifos y se afanan por encontrar en los héroes ese detalle falible y humano que los hace realmente héroes.
Pendejadas, menudencias sin aplicación práctica. La escoba que compré mediante la peripecia narrada al principio fue tejida reciclando las cintas plásticas que se emplean para amarrar las cajas en zona franca. La belleza e ingeniosidad de su confección, además de admirables, son un intento por adaptarse a las necesidades del presente, el desesperado braceo de una manufactura artesanal con siglos de tradición que trata de sobrevivir sin apoyo del Estado frente al mangoneo de la ganancia fácil, la arremetida industrial y la apertura indiscriminada de los mercados. Son decenas, cientos de miles de personas abandonadas a la pobreza, sin más aliado que una riquísima cultura en riesgo. De ese tamaño es el conflicto que puede revelar una simple escoba.

Aunque a diario caminan kilómetros por las calles de Santiago proponiendo su mercancía, la anciana y el muchacho a quienes compré la escoba nunca alcanzarán a pasar por la alfombra roja. El policía, que seguramente es tan pobre como ellos, tampoco entiende por qué hay que preocuparse tanto por una escoba que venden dos personajes anodinos en plena vía pública. Qué pena…

Foto del autor.

viernes, 1 de junio de 2012

Los tiranos de la lengua




Como esos hijos a los que adoramos pero en cuyas capacidades no creemos, la lengua y su uso suelen provocar dos percepciones extremas y un resultado común: La solicitud de reglas, cuanto más estrictas mejor, y el reclamo de castigos para quienes osen incumplirlas. Por eso, como los hijos infravalorados, la lengua también termina huyendo de nosotros a la primera oportunidad. Porque ellos (la lengua y los hijos) se niegan a ser pretextos para esconder nuestros miedos. Así de sencillo.

En la primera de las dos percepciones nombradas, la lengua es poco menos que el todo definidor. Hace solo días escuché decir a un amigo de cuya inteligencia resulta imposible dudar que la pertenencia de un texto a equis literatura nacional depende de la lengua en que este haya sido escrito. A estas alturas resulta difícil dudar sobre la condición de herramienta cultural que ostentan las lenguas y la evidencia de que nuestros mecanismos cognitivos son moldeados con la mediación, entre otros códigos, de la lengua que recibimos al asomarnos a este mundo donde conviven tan amigablemente esplendores y tonterías.
Pero hay un trecho muy grande entre esas convicciones y convertir la lengua en la síntesis absoluta de toda una cultura, en el filtro que valida lo que entra y lo que no en el parnaso de unas identidades que nada tienen de unitarias y monolíticas. La lengua nuestra no es un estado divino y preexistente que nos ha escogido para manifestarse. La hacen o la deshacen los seres humanos, y es en estos donde reside la cualidad de pertenecer o no (de vivir, entender, juzgar, crear, construir e incluso renunciar) a una cultura determinada.
Puro humo es un libro auténticamente cubano, aun y cuando Guillermo Cabrera Infante haya escrito la versión original en inglés. Al menos tan cubano como dominicanos son los textos escritos por Julia Álvarez o Junot Díaz en inglés. Solo alguien ajeno a este mundo de construcciones simbólicas transnacionales, con millones de personas viviendo en la frontera entre varias culturas y tributando a todas sin tener que renunciar a ninguna, puede mantenerse apegado a las concepciones cerradas y exclusivistas que acompañaron el surgimiento de los estados-nación.
La segunda percepción sobre la lengua tiene también un sabor místico. Solo que en este caso el criterio se sitúa en el otro extremo, ese en el que los hablantes estamos siempre a punto de destruir el estado ideal y perfecto (aunque desvalido) que es la lengua. La pobre, tan grande, tan llena de idealidades y al mismo tiempo tan débil… parecen decirnos. Y es ahí donde los puristas se dan banquete. Es ahí donde los dictadores blanden el palo contra quienes se atrevan a separarse de lo que consideran inviolable: las infinitas reglas de la norma llamada culta.
La lengua, tal y como se muestra hoy,  es un conjunto de usos culturalmente situados, una multiplicidad de registros que concretan diversas expresiones  para lograr ese propósito mundano que es la comunicación. Basta respirar la realidad en que vivimos con un chin menos de prejuicios para asombrarnos de la cantidad (y vitalidad) de códigos verbales que fluyen por todas partes en medio de este aquelarre tecnológico que nos toca vivir.
Claro, alguien tiene que hacer las reglas. Pero no se puede legislar partiendo de  que uno de los registros (por muy correcto que nos parezca) es superior a los demás. Del mismo modo que los académicos deberían hacer sus reglas con el oído atento al palpitar de la vida, nosotros deberíamos matar al tirano que llevamos dentro y salir a celebrar la libertad con que las personas comunes y corrientes (que al final somos todos) disfrutan su lengua como lo que es: una cultura del regocijo y el desparpajo.
Para decirlo rápido, a la necedad de la Real Academia de la Lengua, que en sus últimas normas discute si se debe escribir ex marido o exmarido, como si de ese mínimo espacio entre el sustantivo y el prefijo dependiera el destino de la humanidad, preferiré siempre el gracejo del cubano anónimo que en este momento circula por Internet unas décimas a Cervantes de las que cito la estrofa final: «Cual Quijote o Sancho Panza / combatimos cada día / al gigante Ortografía, / pero nos parte la lanza... / Mas asere, hay confianza: / tu lengua no acabará, / que con tal diversidá  / brilla y luce como un sol, / porque, viejo, el español, / sigue arriba, ¡qué volá!» Mejor dicho, ni Góngora.

Foto: Wifredo García
Publicada con permiso de sus herederos