Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 18 de mayo de 2012

Silencio, estamos en elecciones





Quería escribir sobre la despenalización de la droga, así que me senté temprano (con la fresca, como se dice) y convoqué las dos razones que con más frecuencia se aducen al hablar de este tema. Para unos, regularizar la venta de estas sustancias, hoy prohibida, dejaría sin sentido el comercio ilegal y el negocio de las mafias que criminalizan gran parte de la vida política y social en nuestros países. Para otros, convertir la droga en un uso admitido terminaría por hacerla más popular, sobre todo entre los jóvenes.
Buscaba aterrizar ambos criterios en la realidad, cuando un escándalo mayúsculo me paralizó. Era un ruido apabullante, en el que resultaba imposible reconocer otra cosa que unos estremecedores registros bajos y una gritería infernal. «Es un desfile proselitista por las elecciones, no te dejes desconcentrar», intenté animarme. Pero, por mucho esfuerzo que hice, no conseguí organizar las ideas mínimas para aclarar siquiera que no todas las drogas son iguales ni hacen el mismo daño.
Asomada al balcón, Karenia me gritaba algo. «Qué», grité yo mismo. Por fin, tras varios esfuerzos, pude entender que en la calle los teloneros del candidato estaban tirando bolones a la muchedumbre de simpatizantes. «La democracia del caramelo, muy curioso», me dije, y quise retornar a la idea de que despenalizar la droga quizás podía despojarla también de ese halo atractivo que da brillo las cosas prohibidas. Pero al mismo tiempo no podía dejar de preguntarme si aquello de tirar bolones a los seguidores no sería una buena metáfora para describir el gobierno que proponía el candidato: Dulce mientras necesitara los votos, duro cuando se encaramara en el poder, difícil de chupar todo el tiempo… empezando por ese ruido inmisericorde que no me dejaba escribir.
Y justo en ese momento, como para castigarme, el ruido hizo algo que un segundo atrás parecía imposible: aumentó. Creció hasta un punto en que pareció hacerse sólido, quizás por la vibración de todos los objetos realmente sólidos a mi alrededor. Imaginé un titular de periódico: Mueren cientos en derrumbes producidos por campaña electoral dominicana. Interesante, tanto como el hecho de que el alcohol es una droga despenalizada, letal y destructiva si su consumo resulta excesivo, pero la facilidad para adquirirlo no ha hecho que la sociedad en pleno haya sucumbido ante el alcoholismo. Y eso a pesar de la abrumadora publicidad en torno a las bebidas alcohólicas, iba a agregar, cuando me percaté de que Karenia intentaba decirme algo desde el balcón… Ah, ya. Está pasando el candidato, por eso el escándalo supremo.
Imaginé a la muchedumbre histérica, ahíta de alcohol pagado con mis impuestos, todos intentando llegar hasta el vehículo del elegido para dejar testimonio visual de su presencia. El intelectual al que le han prometido agregarlo culturalmente en un país ventajoso. El profesional anhelante de asesorar un par de ministerios donde se cobre mucho y se trabaje nada. El primo de un vivo que ha hecho fortuna en las operaciones penumbrosas del gobierno. El otrora izquierdista que todavía se da su vueltita por Cuba de vez en cuando para hablar mal del mismo capitalismo que aquí ordeña sin misericordia. El pobre de los barrios que no entiende bien, pero hoy bebió gratis, posiblemente también coma, y a lo mejor lograba hacerse con uno de los sobrecitos que estaba repartiendo a su paso el candidato. Karenia me miraba otra vez desde el balcón y yo podía leer su mensaje como si ella estuviera escribiendo con la mirada en el espesor del ruido. ¡Ay, el contenido de los sobrecitos! ¿Habrá droga más envilecedora que la corrupción y el abuso de poder?
Cuando echamos las sobras a los cerdos no solo los alimentamos. Esa acción también indica lo que pensamos de ellos: No son para nosotros sino cerdos. ¿Cómo ve a su pueblo un político que pasa tirando bolones y repartiendo dinero en sobres a una muchedumbre cuya presencia ha comprado antes al contado o con promesas? La prohibición no es virtud, del mismo modo que tener elecciones no significa vivir en democracia. Apoyo la despenalización de las drogas porque usarlas o no es una elección personal, que atañe a la ética del individuo y de la familia. Pero voto también por la penalización real de la ambición desmedida, de la manipulación desde el poder, del endiosamiento personal a costa de la miseria ajena.
Ahora solo queda esperar a que pase el ruido y así poder escribir todas estas ideas sobre la despenalización de las drogas. Mientras tanto, hagamos silencio… estamos en elecciones.

viernes, 4 de mayo de 2012

El modelo de maestro que no necesité soñar




La primera vez que Víctor Montero entró a mi aula de bachillerato fue para decirnos, antes de haberse presentado siquiera, que la guerra de Troya se había producido por razones económicas y políticas, no porque le hubieran robado una mujer a alguien. En ese momento supe que había otra forma de impartir clases y de entender la erudición. Debió ser allá por el año 1971 y todavía nadie hablaba entre nosotros de construir conocimientos.
Víctor Montero era un actor que dentro del aula actuaba a un personaje llamado Víctor Montero. De cuerpo magro, tenía una voz tan sólida como flexible y una conciencia de sí mismo a prueba de terremotos. El preuniversitario de Bayamo estaba entonces dentro de una escuela técnica, y había que ver cómo aquellos estudiantes de mecánica, tornería y otros oficios semejantes se arracimaban fuera del aula para verlo hablar de Ibsen o Cervantes. Escuchaban (escuchábamos) estupefactos cómo Víctor pasaba de James Joyce a Muhammad Alí, de Julio Cortázar a Chucho Valdez, de Ferdinand de Saussure a José Raúl Capablanca, y ese asombroso tejido de conexiones terminaba siempre mostrando un punto de vista novedoso sobre nuestro presente.
Para lograr esa maravilla de la inteligencia y la intuición, el maestro se preparaba esmeradamente. Igual devoraba los textos más complejos que la colección de revistas Bohemia y Carteles; los discos más difíciles de conseguir que las historias de sus contertulios en el parque de Bayamo… todo le servía. Para lograr esa maravilla de la inteligencia y la intuición, el actor que era Víctor Montero estaba dispuesto a hacer lo que fuera: mentir, mostrarse iracundo, aprender a escribir con ambas manos… cualquier cosa. Cuarenta años después recuerdo con asombro la mañana en que se acostó sobre la mesa para ilustrar mejor cómo un médico desmedido y abusador le había hecho un tacto rectal.
Cierto, Víctor era egocéntrico y podía llegar a ofender, sobre todo porque no toleraba la mediocridad. Pero era también cercano, apasionado, terrenal, bien distinto a aquellos docentes cumplidores que parecían recitarnos desde otra galaxia su clasecita adusta y llena de idealidades. Por supuesto que semejante carga de amor y criterio propios encajaban con mucha dificultad en la unidimensionalidad disfrazada de pureza doctrinal que regía la sociedad cubana de la época. Un par de años después, ya Víctor no impartía docencia en el preuniversitario. Lo habían trasladado a una escuela del Partido Comunista de Cuba, donde era posible controlar mejor sus resabios de hombre brillante. Sin dudas, él no era un formador adecuado para el hombre nuevo, esa entelequia hecha de moralina bobalicona, engaño político y obediencia dogmática que prometió parir el socialismo cubano.
Pasó el tiempo y tantas cosas que lo mejor a veces ha sido olvidar. Sin embargo, cuando nos reunimos quienes fuimos sus estudiantes, aún reímos a carcajadas recordando lo que el maestro dijo o hizo hablando del tal o más cuál tema. Es así porque Víctor Montero no impartía literatura; él era la literatura, y de esa conciencia orgullosa provenía su autenticidad.
Al terminar aquella primera clase y mientras recogía sus notas escritas con una caligrafía perfecta, nos informó que bajo ningún concepto podíamos llamarle profe (“Si usted no le dice inge al ingeniero o coman al comandante, ¿por qué me va a decir profe a mí?”, tronó). Aclaró que toleraría el apelativo de profesor, pero prefería que lo llamaran maestro. Y a renglón seguido aclaró que este término provenía del latín magister, cuyo significado era “lo más alto, quien es mejor en lo que hace”. Así se sentía él cuando trataba con sus alumnos.
Salí del aula aquella mañana sintiendo la incómoda desazón que produce lo nuevo, y confieso que también un poco de decepción porque Homero había caído del olimpo inmaculado donde lo encaramaron tantos profesores antes para terminar siendo un ciego no muy limpio que recorría las ciudades soñando realidades posibles. Pero había una cosa de la que estaba confusamente seguro: Ese tipo entregado, orgulloso de su trabajo hasta el exceso, y al mismo tiempo vivo en su presente era el maestro de literatura que yo soñaba con ser.

PD. Ya escrito este texto, pedí al periodista Eugenio Pérez Almarales alguna foto para acompañarlo.  El coterráneo y amigo me hizo llegar varias con la aclaración de que eran inéditas y habían sido tomadas en “una de las últimas ocasiones en las que habló el maestro”. Y aclaraba a renglón seguido: “Algunas imágenes no las podrás utilizar porque están movidas.  Es que era difícil sorprender en calma a Víctor Montero”. Tenía más de noventa años.

Foto: Eugenio Pérez Almarales