Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 20 de abril de 2012

Distinguir las voces de los ecos




A este tiempo llamarán antiguo, escribió el Dante en la Divina comedia. Cuando eso mismo suceda con el día que transcurre hoy, los hombres tendrán la distancia necesaria para medir hasta dónde la revolución cultural asociada a Internet puede compararse en su repercusión con el advenimiento de la escritura. Solo que, si esta última necesitó siglos para consolidarse y transformar la fisonomía de la sociedad, Internet lo ha hecho en dos décadas. Es decir, lo diferente ahora es la velocidad del cambio.
Pocas cosas tienen en la actualidad el sentido que tenían hace apenas unos años y esto obliga a una redefinición de los componentes sociales. Pero, mientras algunas estructuras responden de forma ágil a ese continuo proceso de transformación, otras hacen desesperada causa con la inercia. Ese último es el caso de la universidad, considerada hasta hace poco el summum del conocimiento, y que ahora encuentra dificultades para reinventarse ante la evidencia de que la instrucción ocurre también (y a veces de modo más expedito) en ámbitos como los medios de comunicación, las instituciones culturales, los grupos sociales de pertenencia, entre varios más.
Siempre me pregunté por qué mis colegas docentes deploran todo el tiempo la escasa calidad de sus estudiantes, mientras los discentes entienden su paso por la universidad como un desagradable trámite en busca del necesario título de grado. Con el tiempo, las preguntas fueron creciendo: ¿No será que la realidad de hoy exige competencias y actitudes distintas al profesor de la educación superior? Los estudiantes que en este momento llegan a la universidad, ¿son menos inteligentes que los de ayer? ¿No serán simplemente distintos?
Entre un estudiante de veinte años y un profesor que ronda los cincuenta, ambos dominicanos, media una brecha generacional que los convierte en extranjeros dentro de una misma cultura. Poseen formaciones distintas, maneras distintas de percibir y juzgar la realidad, conceptos distintos acerca de lo que significa el conocimiento, así como parámetros distintos a la hora de definir metas y estrategias para alcanzarlas. ¿Cómo lograr una comunicación satisfactoria entre dos actores con un campo de experiencia común tan estrecho? El asunto se agrava desde el momento en que el profesor intenta imponer un modelo de sabiduría basado en la cantidad de libros que ha leído, cuando lo que buscan los estudiantes son competencias que les permitan conectar la información para dar respuesta a los problemas que les plantea la vida en el relampagueante minuto presente.
Dediqué dos años en compañía del antropólogo Jorge Ulloa a examinar esta problemática. Los resultados de ese afán aparecen en el libro Las voces y los ecos, publicado hace un par de semanas por la Universidad Iberoamericana. Encontramos, por ejemplo, que si se le pregunta a 132 profesores universitarios cómo es su comunicación con los estudiantes, el 80% asegura que muy buena. Mientras, si se hace la misma pregunta a 700 estudiantes, el 50% sitúa la comunicación con sus profesores como regular o mala. ¿Más? El 90% de los 700 estudiantes encuestados considera que sus profesores saben poco o nada acerca de quiénes son ellos. De su parte, la inmensa mayoría de los 132 profesores declaran que sus estudiantes son indolentes y mal formados. ¿Cómo conseguir que dos protagonistas tan distantes coronen un intercambio satisfactorio?
A diferencia del antiguo catedrático, el profesor universitario de hoy requiere actuar como un mediador que a través de la comunicación facilite ese complejo proceso de construcción de sentidos que es el aprendizaje. Sin las competencias y los valores del comunicador profesional difícilmente podrá el docente insertar su trabajo con éxito en una realidad pletórica de códigos culturales y participar con sus estudiantes en un diálogo que, para ser pertinente y duradero, tiene que involucrar no solo el plano cognitivo, sino también el afectivo y el actitudinal.
Esa nos parece la única vía para que la actual universidad se llene de voces frescas y no termine por hacerse obsoleta, añorando los ecos de un pasado ajeno al vértigo de este tiempo que, no lo duden, alguna vez también llamarán antiguo.

viernes, 6 de abril de 2012

Ese simple derecho que es no estar




El amigo Federico anda triste. Hunde los ojos y pone esa cara de desolación que da lástima. Cansado de que responda con monosílabos a mis provocaciones, le brindé un trago. Si algo sé, es que la reserva del Fede nada más alcanza hasta el tercer Dewars. Vencida esa barrera, me confesó que desde hacía dos semanas estaba recibiendo un bombardeo de correos electrónicos que le proponían alargarle el pene. Daba pena escucharlo murmurar: «No me explico cómo se enteraron».
La sociedad humana amenaza con declarar extinguida la intimidad. La tecnología y la ambición violentan todos los límites, echan abajo todos los muros, exponen nuestras más entrañables glorias y miserias. El espionaje dejó de ser un oficio lleno de misterio porque para fisgar a los demás ya no se necesita el valor ni el histrionismo de antes. Cada vez que pasamos la tarjeta de crédito dejamos una huella. Cada vez que compramos en un supermercado, lo mismo. Cada vez que hacemos una llamada telefónica desconocemos cuántas personas nos escuchan. Cada correo electrónico que escribimos es un grito grabado en el muro de la pública consideración. Al final, los gurúes del mercado y la política saben en qué semanas del año gastamos más dinero, qué tipo de condón preferimos o cuántas veces nos asomamos al balcón.
Estamos registrados en todas partes y miles de ojos estudian nuestras más recónditas pulsaciones. Perdido definitivamente el bastión de la soledad, nos batimos en retirada, tratando de salvar lo muy poco que resta del derecho a la ausencia. La posibilidad de no estar recibió un golpe terrible cuando aparecieron los buzones de voz para teléfonos, que nos robaron la potestad de ignorar quién había llamado cuando nos ausentamos. Pero la sentencia definitiva llegó con los teléfonos móviles, cuyo vertiginoso perfeccionamiento ha ido borrando cualquier esperanza de escapar a la apelación ajena.
Avanzando desde frentes comunes, el cerco se completa con las poderosas armas de Internet: las redes sociales, el chat y etcétera. Cada vez que te conectas, eres visible; cada vez que recibes un mensaje de texto en tu teléfono inteligente, el remitente sabe si lo leíste o no. Y lo peor: quienes controlan esos sistemas tienen la potestad de identificar dónde estás, incluso de revisar lo que estás haciendo. No hay que ser un pitoniso posmoderno para saber que la posibilidad de ocultarse dentro de uno mismo será muy pronto un sueño perdido de la raza humana. Y claro, usted puede decir: «Si no le gusta sentirse así, pues no use la tecnología o apague el móvil cuando no quiera ser contactado». Ambas son falsas opciones.
La sociedad es un sistema y funciona como una red de códigos que son esencialmente culturales. Esa es la razón por la cual al migrante se le hace tan difícil insertarse en la sociedad receptora, aun y cuando conozca perfectamente la lengua que esta usa. Quien no adopte los actuales recursos tecnológicos se convertirá a la larga en un mudo social, quedará aislado del sistema e incapaz de desarrollar su vida profesional, incluso muy limitado para criar a sus hijos. Por otro lado, en el actual espectro comunicacional de la sociedad, apagar el móvil no significa «no estoy» sino «no quiero contestar», y esos son sentidos muy diferentes. Como el silencio en el intercambio cara a cara, apagar el teléfono no concede el don de la ausencia. Puede ser un signo de rechazo, y muchas veces más expresivo que cualquier exabrupto. Piense en las veces que ha llegado a casa y algún familiar le ha preguntado con cara de suspicacia: «¿Se puede saber por qué tenías el celular apagado?»
Basta hojear una revista dedicada a la farándula para comprobar las deformaciones que produce la excesiva exposición pública. ¿Se imaginan lo que ocurre con la autoestima y la espiritualidad de alguien que se ve obligado todo el tiempo a ser para los demás, alguien que carece de espacio para la introspección y el diálogo consigo mismo? Sería bueno averiguarlo mientras comenzamos a entender que la soledad, considerada por siempre como una de las desgracias mayores que podía padecer un ser humano, está a un tris de convertirse en un raro y muy anhelado bien.
Por ahora, una paradoja nos espera al doblar de la esquina. Así como antes salimos a la calle para reclamar más participación, para exigir espacios de acción en la esfera pública, quizás tengamos que salir muy pronto a reclamar protección para nuestra vida privada, respeto para ese simple derecho que es no estar.
Foto del autor.