Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 24 de febrero de 2012

Los locos siempre tienen su razón




De la Vega recorría las calles de Bayamo impenitentemente. En cualquier esquina daba una conferencia acerca del tema que sus burlones espectadores le propusieran o que se le ocurriera ese día. Cualquier tema, bien fueran las leyes de la Física o el inicio de la Historia. Para su estrafalaria y enrevesada erudición no había organización posible ni sintaxis suficiente, y quizás por eso nadie lo entendía.
No recuerdo demasiado bien su figura. Si miro a través de los ojos del niño que entonces yo era, lo veo viejo y enteco, de blanca y descuidada barba. Al contrario de los restantes locos bayameses, nunca lo encontré desarreglado. Ahora, no puedo asegurar que fuera aseado. Aunque le hacía comentarios para provocar su verborrea, igual que los demás muchachos, procuré siempre no estar demasiado cerca de él. De la Vega me infundía temor. Y no porque fuera violento, pero no sé... las palabras que usaba sonaban tan grandes y misteriosas...
Créalo usted o no, De la Vega era propietario de un periódico en un país donde la única prensa la publicaba el Gobierno. Salía a la calle repartiendo la mitad de una hoja tamaño carta que escribía por delante y por detrás… a mano y con lápiz. Lo imagino el día entero escribiendo una y otra vez el mismo mensaje para repartirlo en la prima noche. Ahora mismo, cuando se acerca en el recuerdo y me entrega la hojita, regresa también un agudo sentimiento de frustración. Por mucho que me esforzara en leer, no entendía nada de aquella jerigonza, y eso frustraba al escritor que yo soñaba con ser. Al final, me salía por la tangente: ¿Quién iba a preocuparse por un loco?
Así llegó el 12 de octubre de 1967. Era de tarde y yo estaba con un grupo de amigos en el parque de Bayamo, el lugar donde podíamos hablar con las muchachas sin que los padres y los hermanos varones se pusieran farrucos. De la Vega llegó por los lados de la tienda La Creación y se detuvo en la acera, sin cruzar hacia el parque. Habló desde allí en tono tribunicio, algo que no era habitual en él. Dijo: “Un día como hoy, hace cuatrocientos setenta y cinco años, desde la nao Santa María y asombrado por el maravilloso paisaje que se abría ante sus ojos, Rodrigo de Triana gritó: ¡Tieeeeeeeeerra! Y un día como hoy, cuatrocientos setenta y cinco años después, yo, De la Vega, mirando el paisaje que me rodea, grito: ¡Mieeeeeeeeerda!”
Esa vez sí creímos entender al loco elocuente que nunca sonreía. Y sin embargo, fue ese el momento en que menos le comprendimos. Ahora lo sé. Estaba comenzando entonces lo que en Cuba se llamó la ofensiva revolucionaria, un movimiento impuesto desde el Gobierno que arrasó de raíz con la propiedad privada sobre los medios de producción y servicios, incluso aquella que pudiera considerarse la más pequeña e irrisoria, para imponer una estructura centralizada y estatista que convirtió a los cubanos en siervos definitivos de una orientación política.
Es decir, se comenzaba a dictar definitiva sentencia de muerte por inmovilismo contra la economía cubana. Los años que corrieron entre 1968 y los primeros de la nefasta década del setenta fueron de enorme carestía para la población. Hasta que los soviéticos decidieron subvencionar a la isla que alguna vez fue llamada La Perla de las Antillas. Cuando el imperio soviético cayó derrotado por sus propias ineficiencias, en el arranque de los años noventa, solo quedó a la vista en Cuba el paisaje que De la Vega había calificado tan acertadamente frente al parque de Bayamo veinticinco años antes.
Ahora que recuerdo el episodio, me resulta imposible reprimir un sentimiento de pérdida. Quizás en aquellos periódicos escritos a mano que De la Vega repartía afanosamente por las calles estaban contenidas algunas de las premoniciones fundamentales de nuestro destino y nunca lo pudimos entender… Quizás, quién sabe.

Foto: Ana Azcona

viernes, 10 de febrero de 2012

Los taínos conquistan España




Desembarcaron los taínos por Valencia y dieron inicio a su operación de conquista. No les fue fácil, necesitaron más de quinientos años pero ahí están, contra viento y marea. Llegaron a través de 133 obras de arte rescatadas por los arqueólogos de las profundidades adonde las habían sepultado el genocidio y el desprecio. La casi totalidad de estas pertenece a la Colección Arqueológica del Centro León, que organizó la exposición Tesoros del arte taíno, inaugurada en el Instituto Valenciano de Arte Moderno el pasado 24 de enero de 2012. Es fecha memorable.
Como lo es también (al menos para quien escribe) que los invasores taínos tomaran como uno de sus humildes timoneles a un caribeño cuyos cuatro abuelos nacieron pobres en España y murieron en el Caribe sin regresar a su tierra de origen. Eso soy. No pensé en el dato hasta que comenzó a entrar un estupefacto río de visitantes en la sala de exposiciones valenciana. Los había viejos y jóvenes; hombres y mujeres; escépticos y entusiastas… Lo único en común para todos era la confesión de que, cuando oyeron hablar de la exposición, se preguntaron: “¿Y quién rayo son los taínos?”
Confieso que fui yo el refuerzo menos importante de la expedición. Allí estaban a través de sus creaciones algunos ilustres descendientes caribeños a quienes los taínos dieron en mezcla sus genes culturales: fotógrafos como Wifredo García; artistas como Paul Giudicelli; artesanos como los Hermanos Guillén; científicos sociales como Marcio Veloz Maggiolo y Jorge Ulloa; músicos como Juan Luis Guerra; y gente de la cultura popular cuyo nombre nunca se sabe, pero que son imprescindibles para que a las cosas no les falte la necesaria sandunga.
Con todo ese poderío desequilibrante, los taínos produjeron una primera y esencial sorpresa: quienes entraban a la sala esperando conocer sobre un pasado más o menos distante se daban con que eran interpelados por su presente. De asombro en asombro, terminaban por comprender que los tres conceptos contenidos en el título de la exposición (tesoros, arte y taínos) adquirían de pronto un retador matiz irónico que cuestionaba mucho de lo que ellos habían pensado sobre sí mismos hasta ese momento.
Por ejemplo, los taínos dejaban de ser un grupo de salvajes semidesnudos que alguna vez habitó las Antillas y se convertían en un complejo de culturas basadas en la diversidad. Seres humanos que habían encontrado formas sorprendentes para intervenir el entorno en que se desenvolvían, lograr una producción diversificada de bienes de consumo y extraer de la naturaleza los principios que podían servirles para fomentar el equilibrio social. El arte en ese caso no era la manifestación sublime y sublimada de un talento individual, sino una forma de expresión colectiva capaz de consolidar al grupo, mientras lograba como sin quererlo obras donde convivían lo útil y lo bello, la tradición y la innovación, lo comunicativo y lo expresivo, la representación y la abstracción. Y, para colmo, la palabra tesoros no apuntaba a riquezas, materiales preciosos o cosas por el estilo.
Es decir, aquellos aborígenes que la colonización europea borró de las islas antillanas en apenas cincuenta años luego de 1492 no solo eran capaces de asombrar por la imaginería, la delicadeza y la precisión con que habían convertido objetos elaborados para el uso cotidiano en verdaderas obras de arte. También venían a recordar que en el repertorio del ser humano puede haber formas más nobles de comunicación con la naturaleza y con las demás culturas.
Yo estuve allí y doy testimonio de que Cristóbal Colón no pudo recibir a los demorados visitantes. Lamentablemente está muerto. Pero tampoco importó mucho porque este de los taínos es el descubrimiento del respeto y la celebración del otro; la conquista de la comprensión frente a lo distinto; la colonización de la sensibilidad y la ternura.
Con razón un señor entrado en canas me dijo antes de abandonar la sala: “Si nuestros hombres hubiesen entendido lo que esta exposición dice, otra habría sido la historia y mucho mejor el mundo que nos hemos regalado”. Le acompañé hasta la calle. Sentado en los peldaños de la salida, mi abuelo Claudio descansaba su corpulencia apoyando ambos codos sobre sus rodillas y respiraba de la forma afanosa que preludió su muerte en mayo de 1970. Cuando pasé por su lado, dijo: “Bien hecho, muy bien hecho”, y me guiñó sus ojos de gallego tierno.

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