Creo firmemente que vivir es un itinerario hacia uno mismo, hacia la persona que nacimos para ser. En este blog se habla sobre literatura y se recrean encuentros con personas que me ayudaron a ser el camino que soy y que viven otra existencia aparte aquí conmigo, como talismanes contra el desamparo. Algunas de ellas son conocidas; otras, apenas siluetas tras la cortina de humo del tiempo; las menos, figuras que pueblan la realidad de mi imaginación; todas fundamentales.

viernes, 27 de enero de 2012

Diez preguntas incómodas



¿Quién dijo que la vida en sociedad es una irremediable colisión de opuestos y que la única posibilidad es elegir uno u otro extremo de la confrontación? ¿Quién dijo que ante cualquier asunto no puede haber una multiplicidad de matices y de opciones, incluida la de no inmiscuirse?
¿Por qué no es conveniente expresar mi desacuerdo con un amigo, si lo tengo, o mi acuerdo con aquel a quien no aprecio, si de hecho concuerdo con su postura frente a un tema? ¿Por qué debo callar mi criterio, que sería mentir, solo para para “favorecer” a quien estimo? ¿Generan la amistad o el aprecio compromisos de ayuda mutua que están por encima de la honestidad y la ética personal?
¿Cuándo las adhesiones se hicieron necesariamente absolutas? ¿Por qué no puedo estar de acuerdo o en desacuerdo con ambas partes? ¿Desde cuándo elogiar algo o a alguien significa un ataque automático a su contrario? Si concuerdo en cierto tema con los israelitas, ¿me estoy de hecho oponiendo a los palestinos? ¿Por qué?
¿Qué tiene de censurable no ser incondicional de nada ni de nadie? Si decido no seguir alguna causa o a un líder y regirme únicamente por el norte que marcan los principios y la personal decencia, ¿en qué momento esa postura dejó de ser una limpia expresión del libre albedrío?
¿Qué pasa si he decidido no ser un oportunista, no engañar a los demás proponiéndoles falsos sueños que al final solo favorecen mi  interés personal, pero tampoco permitir que me usen los oportunistas que venden falsos sueños para su único beneficio? ¿Soy por esta razón un descreído, un desesperanzado o un iluso?
¿Quién dijo que las llamadas causas colectivas son más importantes que las metas personales? ¿Por qué se considera desprendidas a las personas que sacrifican su intimidad, su familia, sus sueños o sus sentimientos por algo que atañe al conjunto de la sociedad? ¿No se supone que, si la causa es justa y correcta, debe servir para expresar mi individualidad en lugar de constreñirla y someterla al sacrificio? ¿Hay buenas causas sin individuos plenos?
¿Qué tiene de malo si disfruto los procesos más que los resultados? Si no soy capaz de gozar los procesos, por duros y difíciles que estos puedan ser, ¿cómo voy a ser capaz de gozar el resultado?
¿Hasta dónde las mentiras y los silencios convenientes que mandan los buenos modales en sociedad no tienen a largo plazo consecuencias más nefastas que la verdad inconveniente y dicha a la cara? ¿No nos estarán los niños dando una lección con su sinceridad desaprensiva?
¿Es cierto que el único camino para estar actualizado es leerse el último libro, haber visto la última película, repasar el periódico de hoy o saber usar el último artilugio de la tecnología? ¿Acaso no se encuentran en el pasado herramientas imprescindibles para vivir los riesgos del presente y, casi seguro, los del futuro? ¿No hay en los clásicos griegos, en la crónica del alma humana escrita por Dante o en los tormentosos personajes de Tolstoi, por ejemplo, actualísimas reflexiones de lo que somos ahora mismo?
¿Bajo la promesa de quién comenzó usted a leer esta columna esperando que aclarara sus dudas o que le diera respuestas? ¿Por qué encontrar respuestas es más deseable que formular preguntas? Y, llegados a este punto, ¿qué le impide a usted ayudarme ahora a encontrar mis (puede que nuestras) respuestas?

Foto: Karenia Guillarón

viernes, 13 de enero de 2012

Voto por el Mínimo Líder



Todo significado se funda en su opuesto. Del mismo modo que la palabra hogar solo resulta comprensible a la luz del desamparo, en cualquier sociedad la aparición de un Máximo Líder remite a la existencia de su contrapeso inevitable, el Mínimo Líder. Al primero lo hemos padecido en América Latina bajo diferentes nombres y banderas políticas. Pero, ¿quién es y dónde se puede encontrar el Mínimo Líder?
Primero lo conocido. La construcción del Máximo Líder presupone una mixtificación de la historia. Para comenzar, el pasado tiene que ser execrado sin miramientos. La supresión de sus lacras constituye la misión histórica del dirigente excepcional, aunque sea en ese ayer miserable donde este encuentra su raíz legitimadora: un héroe, un suceso, un libro, cualquier cosa que le permita presentarse como continuidad de una pureza milagrosamente sobreviva. El presente es el momento luminoso para el cual fue predestinado el conductor de masas y debe establecer sin la menor duda su carácter imprescindible de gran líder. Sin él no hay futuro, y cuando este llegue (porque la biología no cree en símbolos), será el reino de la añoranza, de la angustiosa lectura para descubrir las señales de su rencarnación.
Cierra así el ciclo mítico, ese en que el tiempo real es sustituido por el tiempo del héroe: no hay pasado, presente ni futuro, solo un infinito estado de adoración. Es por esta cercanía a lo mítico que los sistemas creados en torno a líderes únicos tienen siempre un determinante sabor religioso. No importa si se declara furibundamente atea, la sociedad a su alrededor se estructurará a partir del dogma indiscutible que es la palabra del jefe, atrapada entre conceptos extremos de infierno y paraíso, y operando a través de rituales cristalizados que se avienen mal con la innovación.
Busquemos un ejemplo fuera de la política. Pocas cosas han hecho tanto daño a la sociedad argentina en las últimas décadas como Diego Armando Maradona avanzando en solitario sobre la portería inglesa durante el mundial de México 86. La deificación del astro tras su retiro fue muy traumática, aunque no tanto como la espera de los argentinos por la nueva luminaria que los guíe hasta la gloria. En el otro extremo los españoles, cansados de preguntarse por qué el triunfo se les mostraba esquivo si desde hace mucho organizan la mejor liga de fútbol en el mundo, han armado un equipo de once seres humanos que disfrutan integrándose para conseguir un fin… y sí que lo han conseguido.
Argentino es en la actualidad el mejor jugador de fútbol del mundo, Leonel Messi, quien sin embargo se formó en la filosofía de juego colectivo característica de los españoles. Los argentinos padecen esta paradoja como un castigo intolerable y a estas alturas resulta imposible determinar si sufren por no haber ganado otro mundial o por no tener sobre el terreno a un dios que adorar. En todas partes es igual, el Máximo Líder deja de ser el medio supuestamente apropiado para conseguir un objetivo y se convierte en un fin, en el fin supremo.
Esta es una cultura sin bandera ideológica y que envenena todo el tejido social. El día en que los pueblos de América Latina puedan desterrar por completo ese imaginario masoquista que crea dioses vivos a la sombra de una inferioridad admitida habremos abandonado la edad infantil. Necesitamos buenos líderes, pero sobre todo mínimos. Es decir, que se sientan bien siendo personas comunes, atentos a los procesos de sus respectivas sociedades antes que a su voluntad de predestinados, conscientes de ser servidores en tránsito y no conquistadores celosos de la imagen que les gustaría reflejar en el espejo de la historia. Por escasas, lo heroico hoy son la inteligencia noble y la humildad del Mínimo Líder que quizás en este mismo momento camina ensimismado junto a usted, confundido entre la multitud a la que pertenece.

Foto: Angélica Fernández